「hilos blancos」

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En algún punto me es imposible sostener más estas piernas mías, tan pálidas y llenas de cardenales

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En algún punto me es imposible sostener más estas piernas mías, tan pálidas y llenas de cardenales. Las heridas de los tobillos punzan en tonos púrpuras por cada paso dado con horror, incluso si mis manos vendadas se aferran al barandal. Procuro correr con los pies descalzos, mojados, pensando con ingenuidad que las escaleras se encuentran libres de sus hilos. Sin embargo, ahí están, blancos, filosos, por lo que me es ineludible tropezar y entonces caigo rodando sobre la duela: crack, crack, crack. Retorcerme por estos golpes no es nada; mi cuerpo ha recibido torturas tan espantosas que se ha acostumbrado paulatinamente al dolor; mi piel es ahora de una porcelana muy resistente. Yazgo tirada, con este camisón blanco y vaporoso para la primavera a pesar de que es verano, y contemplo así la puerta de la calle abierta. ¿Hace cuánto no la veía, no sentía la brisa de la tarde bañar mis labios siempre húmedos? En un esfuerzo logro volcarme. Ponerme en pie es una idea que debo desechar, por lo que me arrastro. ¿Qué dice él cuando me ve haciendo esto? Ah, sí. Que soy una mariposa de alas rotas. Y así le gusto.

Él... él, que ha salido para cazarla a ella, siempre tan problemática e insolente, desde el último invierno en que cruzó el umbral a nuestro sitio. Debido a ello, a su estulticia, nunca pudimos ser amigas, ni siquiera porque comimos de la misma manzana, porque compartimos las vendas y el edredón. Tanto es su afán por poseerla, por conservarla, que incluso ha dejado la puerta abierta sin preocuparse por mí. Eso, de alguna forma, hiere. Siento las lágrimas escurrir por mis mejillas, bañadas en un rubor de celos y cojo valor; es ahora o nunca, debo huir. Dos años desaparecida, como un fantasma para mi madre. Cual insecto de piernas quebradizas, procuro levantarme. Camino despacio, huelo el césped recién cortado. Doy un paso, dos, y de pronto...

Notas disonantes en el piano. Vuelvo el rostro, las cortinas flotan en el viento; el gato me mira cual verdugo desde el taburete. Recuerdo su voz en el estío leyendo para mí, sus besos, las espinas, los hilos, las acuarelas en mis piernas que más allá de cardenales, parecen flores. Y siento un terror aberrante que me obliga a gritar, a llorar con un frenesí irreconocible en mi garganta. No puedo, no puedo estar sola, no puedo dejarlo. Niego con la cabeza, retrocedo, cojo la cruz en mi pecho que hiere por la fuerza con que la sostengo.

Y cierro la puerta.

[Notas de la autora: estoy de vuelta. Yo también quería escribir algo sobre el síndrome de Estocolmo ¿vale? Gracias por leerme. Poco a poco voy soltando la pluma ya entumecida. Espero que esta colección de cuentos termine siendo larguísima. 💖]

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