Fiebre de cuarentena por la noche

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Tres pisos , techos macabros y altas paredes de un gris ladrillo conformaban aquella casa a bordes del acantilado. Con la apariencia de un castillo gótico, la casa "Musenchausen" se alzaba majestuosa sobre un pequeño monte, y allí, en el ultimo piso que daba al barranco estaba Adeline, una niña en su cama mirando a través de la ventana cómo la lluvia de tormenta repiqueteaba en sus cristales. 

—¿Dices que nos vamos a quedar encerrados tres meses más?— 

—Pero de que hablas, ¿tienes ganas de irte?, la pasamos tan bien aquí niña—

—Es que ya me estoy aburriendo, A... hemos luchado contra aquel mago y derrotado a las ardillas chupa sangre una y otra y otra vez... mi cuerpo ya está cansado—

—¡Nnnnada de cansancio chica! hay más peligros acechando detrás de la puerta-.

La pequeña se giró entre sus sábanas de ceda, mirando así hacia la puerta con el ceño fruncido.

—¿A, puedes explicarme desde cuando tenemos dos puertas?—

— Bueno, al parecer desde hoy por lo que logro ver al igual que tu, siempre aparecen cosas raras en este cuarto tuyo, todos los días algo nuevo—

 — Mira, el ángel viene, oh parece tan bueno, ¿acaso eso que trae entre manos en mi elixir? creí que el juego de la princesa enferma ya lo habíamos terminado...—

La puertas de los aposentos de la frágil pequeña dan paso a nadie, y esta sonríe débilmente sentándose en su cama, un gran resplandor de luz ilumina el recinto.


Vacío.

Silencio.

Y soledad por un instante antes de que las criaturas comenzaran su ataque. 

Se elevaban en el cielo con sus enormes alas de pollo y centelleantes garras, gritaban furiosas de hambre y con sed de sangre  al ver a la niña en aquel descampado. La guerrera Adeline, armada con su caballo del color de la nieve y una armadura reluciente en oro que resplandecía a la luz del sol, las esperaba. Su mano pálida y huesuda sostenía una enorme espada la cual apuntaba a las bestias sin aparente esfuerzo 

Al paso, al paso, al trote y en un instante al galope, Adeline se entraba blandiendo su espada cual medieval caballero, ensartando cada pajarraco infernal que se abalanzaba sobre ella. Sus gráciles movimientos y su cabello al viento le daban un toque armonioso a la escena, sus precisas estocadas y cortes dejaban heridas mortales en cualquiera de estos monstruos, sin embargo algunos llegaban a producirle cortes en sus brazos y cara, pero la valiente chiquilla no perdía su postura. Ella junto con su caballo le ganarían a esa horda de bicharracos  que solo buscaban causarle mucho daño.

Se baja del blanco corcel y se quita su casco, con paso decidido,y seguida de su fiel compañero, se dirije hacia el ultimo y agonizante engendro.

— Pajarracos ¿eh? esto es nuevo, no habían venido hasta ahora, debe estar pasando algo muy malo ¿no, A?—

— Ya lo creo — dijo el caballo — Que desagradables criaturas, fue divertido destrozarlas ¿cierto? disfruté viendo como tu...—

—¿Por qué te callas? ¿A dónde miras?— preguntó la joven escandinava mientras dirigía su mirada a donde su compañero veía.

Su rostro valiente y fuerte se torna en un torbellino de emociones. Guiada por sus sentimientos, empuña su espada alzándola sobre su hombro y, con un grito de ira y lágrimas en los ojos, arremete contra aquel mago disfrazado de ángel. Ese mago que ella conocía tan bien, que sabía su verdad verdadera pero que los demás parecían ignorar, ese mago al que nunca había podido vencer y que tanto daño le hacía, aquel mago con una amplia sonrisa de oreja a oreja... aquel mago, ese mago.

Nuestra pequeña se disponía a acabar con él de un limpio corte a la cabeza cuando todo se consumió en un solo chasquido.


— Hija, tus amigas vinieron recién para ver como estabas —   decía la señora Danner mientras entraba al cuarto de nuestra pequeña gigante trayendo, en una bandeja de plata, un juego de té inglés de cerámica  — Decidí traerte este té que tanto te gust...—  dicen que no hay escena más desgarradora que una madre llorando desconsoladamente acudiendo a su agonizante criatura, esta... es una de esas escenas.

—¡Doctor! ¡doctor por favor! ¡la niña! ¡mi niña doctor! — Rugía de desesperación la dueña de la casa aferrada con cuerpo y alma a la mano de su convulsiva Adeline.   — Debí de saberlo... ¡tú maldito infeliz! — ladraba rabiosa la madre de la pequeña mientras señalaba a su cuñado quien estaba al lado de la ventana, con esa sonrisa de oreja a oreja.

— El deber está hecho Amelia...— y se dejó caer al barranco, manteniendo su expresión facial y con la jeringa del elixir en la mano, el cual la pequeña creía cura.

El señor Damen, respetable y honorable hombre, médico personal de la familia, ya estaba tratando a la niña como mejor podía.

— ¿Qué está pasando, A? usualmente no tenemos sueños así de feos— dijo la pequeña mirando aquella escena sin mucha noción de lo que pasaba.

— Ven chiquilla— dijo A tomándole la mano por primera vez — Vamos a jugar a las escondidas — El comentario alegró el rostro de la niña, como si le hubieran dado una montaña de dulces.

 — Está bien ¡pero yo me escondo! ¡nunca vas a poder encontrarme papá!—

— Oh mi niña, creo que ya lo hice — dice este con una sonrisa ladina. Apoya su mano sobre el hombro de su esposa aunque su acto fuera en vano — yo la cuidaré, cariño...—.

— ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡voy por ti!—.

Sale corriendo de la habitación para jugar con su hija a las escondidas, para recuperar el tiempo perdido, por toda la eternidad.



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