Capítulo Dos

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El avión Cessna aterrizó en el aeropuerto de Halifax-Standfield de Nueva Escocia con una hora de retraso. A Aaron Hofstein se le había hecho imposible evitar una reunión relámpago con uno de sus socios respecto a una nueva inversión en Europa, cita que retardó su agenda.

—Señor, ya está lista la camioneta —le anunció Sandy, su diligente asistente.

—No es necesario que vengas conmigo —dijo Aaron al mismo tiempo que se ponía la chaqueta—. Alan está esperando que regreses a Nueva York.

—Mi marido tiene que entender mi trabajo.

—Créeme, te aburrirás como una ostra en Cape Breton. No hay grandes cosas que hacer.

—Me sentiría culpable por dejarlo solo en un momento como este. Sé que no será una reunión familiar precisamente. Además, tenemos que resolver el asunto de Hong Kong.

Aaron respingó. Había olvidado el asunto de la subasta con los chinos. Tenía que preparar toda la documentación para que la sucursal de su banco, ubicada en Asia, trabajara con diligencia. No podía permitirse otro error que le costara varios millones de dólares. Reflexionó en que había iniciado el año con el pie izquierdo. En los primeros cuatro meses había tenido pérdidas considerables. Era el momento de tener las manos aferradas al timón. Así que tan pronto finiquitara el asunto del testamento, retornaría a la sede de su banco.

—No soy un tirano, Sandy. Regresa con tu familia.

La mujer de cabello rubio platinado y semblante recio hizo una mueca de duda que por poco tiempo desfiguro su rostro. La verdad era que Aaron sospechaba que su asistente tenía una infatuación con él. Asunto que remediaría cuando regresara a Nueva York nombrándola en un puesto de mayor jerarquía que le evitara lidiar a diario con ella. Tenía un código, cualquier mujer que lograra atraerlo la tendría en su cama, menos a una mujer casada.

Al final la asistente permaneció en el interior del avión privado cuando Aaron descendió los escalones. Dos hombres, vestidos con trajes oscuros, lo escoltaron al interior de una camioneta de lujo para abandonar la pista a toda prisa. Quizá con suerte llegaría a tiempo a la lectura del testamento de su padre.

Cape Breton era la isla en donde se asentaba la majestuosa mansión Hofstein, en la costa atlántica. Una casa colonial que el propio Alfred III había diseñado. El viejo siempre tuvo pasión por la arquitectura y, sino llega a ser porque provenía de una familia de empresarios, se hubiese dedicado al diseño. Así que en Cape Cope Mansion dejó toda su pasión.

Cuando alcanzaron el imponente portón de entrada, el chofer se identificó a través del intercomunicador para que le permitieran acceso tras cumplir con el estricto protocolo de seguridad. El recorrido desde el portal a la puerta principal conllevaba atravesar un camino bordeado de abedules que se alzaban imponentes como nobles guardianes de la suntuosa propiedad.

A la entrada estaba un anciano calvo y encorvado, vestido con un frac impecable, quien sonrió al instante cuando vio a Aaron descender de la camioneta. Se trataba del abuelo Wilson, su favorito del círculo selecto de los Hofstein. El banquero se aferró al octogenario para abrazarlo. Le besó la frente en un gesto de cariño y respeto.

—Pensé que no vendrías, Aaron —dijo Wilson con voz trémula producto de su avanzada edad.

—Tuve un retraso en la oficina. —Aaron se alejó un poco para admirar al viejo—. Te ves muy bien, abuelo.

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