3. La Torre de Fuego

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El Gran Maestre Árnor llegó a la Torre de Fuego junto a una columna de cincuenta jinetes ataviados con un ceñido y oscuro uniforme. Las sólidas puertas de madera se abrieron antes incluso de que los caballos hubieran de detenerse ante ellas. No hacía falta preguntar quiénes eran. Totalmente vestidos de cuero negro y dos efigies bordadas en hilo de plata en sus hombros, representando el cráneo de un Nocturno con la boca abierta y mostrando sus largos colmillos, atravesado desde la base hasta la bóveda por una pica.

Los Cazadores Negros entraron en la plaza formando en dos líneas, con su Maestre al frente. Allí, Árnor descabalgó su montura y se la cedió al mozo de cuadras para que la instalara en las abarrotadas caballerizas.

El chico miró con una mezcla de miedo y curiosidad al hombre de pelo corto y cano, quien extraía dos monedas de plata de una bolsa negra de lana, y las dejaba en su temblorosa mano. Una profunda cicatriz, de aspecto parecido al que dejaría el zarpazo de un oso, rasgaba el lado izquierdo de su cara, en la que un parche negro cubría el espacio donde debería haber un ojo. Le pareció que debía tener en torno a sesenta años, aunque la ligereza con la que se movía tratara de describir a un hombre bastante más joven.

El palafrenero lo siguió con la mirada, mientras Árnor caminaba hacia la escalinata que llegaba hasta una de las torres que flanqueaban la plaza de armas. Escuchó el sonido irregular de su paso, creado por la diferencia entre la pisada de una bota de cuero y la de la peculiar prótesis que sustituía a su pierna derecha. Estaba realizada en madera oscurecida, cubierta por sugerentes tallas que mostraban las expresiones agonizantes de varios Nocturnos. Su parte baja tomaba la forma de una poderosa pica que clavaba su extremo en la cabeza de uno de los detestables seres.

El hecho de que, aunque profundamente dañada, el Gran Maestre conservara la articulación de la rodilla, hacía que la cojera no fuera inhabilitante. El Lobohombre se había llevado por delante la pierna de Árnor, pero los afilados dientes que, apuntando hacia el exterior del cuerpo, ornamentaban el uniforme del Maestre a la altura del pecho y los hombros, atestiguaban que la pérdida del monstruoso licántropo había sido bastante mayor.

─ Tiene un fiero aspecto, ¿eh?

Un joven Cazador, que no tendría más de veinte o veintidós primaveras, se detuvo al lado del mozo y le sonrió de modo amigable. Este le devolvió la sonrisa, el acontecimiento haría las delicias de sus amigos durante la cena.

─ ¡Wíglaf! ─ la atronadora voz de Ódeon, segundo del Gran Maestre, sonó desde la entrada a las caballerizas ─ ¡Vamos, muchacho, no te duermas!

El atlético Cazador Negro guiñó un ojo al jovenzuelo y se alejó mediante un paso seguro, ascendiendo de dos en dos las escaleras que daban al muro norte. Desde lo alto del mismo, el panorama que se abría ante sus ojos era desolador. Centenares de estadios de suelo yermo, en ocasiones negro como el fondo de un pozo, y en otras del color del cobre, marcaban el límite de la tierra conocida. Ningún mapa señalaba lo que había más allá de la Cordillera Gris, que se alzaba al norte del inmenso valle. El terreno parecía haber sido golpeado por los puños de un gigante enfurecido, haciendo que cráteres de todos los tamaños se abrieran y, de modo cíclico, escupieran sangre que provenía del centro mismo de la tierra. Una de las mayores aberturas que era visible, rodeada por paredes verticales, alcanzaba la altura de casi cien pies. La ladera oeste había sido prácticamente volatilizada en la última de las erupciones, hacía ya más de dos siglos. La extensa lengua de lava que se había originado tras la explosión había arrasado el fértil bosque subyacente y creado el Páramo Ardiente, sobre el que la raza humana había construido la monumental fortaleza.

Una ancha pista que viajaba hasta el bastión que había sido erigido en piedra volcánica de color negro, atravesaba el Páramo Ardiente. A sus lados, la tierra parecía haber escupido enormes cuchillas de piedra oscura que, al caer, se habían clavado al suelo y se erguían amenazantes hacia cualquiera de las direcciones posibles. La pista, suficientemente ancha como para posibilitar el cruce de dos carros tirados por caballos de carga, constituía el único suelo transitable en la árida extensión de lava seca.

Los Cazadores Negros. Tomo  IntegralDonde viven las historias. Descúbrelo ahora