40. Mur

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El monasterio en ruinas poseía una extensa red de bodegas conectadas entre sí mediante galerías excavadas en la roca. No podía dormir. Solamente cuatro Cazadores, de la partida de quince a la que se había unido junto a Rolfe cuando abandonaron El Vigía a través de los túneles que conducían a la Cloaca Magna, dormían junto a él en la pequeña oquedad, pero incluso la más leve de las respiraciones le era molesta. La manta de lana le era molesta, el jubón le era molesto, los calcetines, hasta el aire le era molesto. En pocos días había perdido a Ákhram; Úthrich permanecía confinado en sus aposentos, custodiado por la Guardia Roja de Ciudad Oniria, y se enfrentaba a un juicio por traición, cosa que no había ocurrido en los tres últimos siglos. Y Lenila había partido al norte para servir de señuelo en la caza de la Mano Roja.

El pecho le oprimía, tenía picor en las piernas y en la cabeza, pero se mantuvo inmóvil y con la respiración suave y regular. Esperó a que los demás se durmieran, y se levantó. Cuando iba a salir, alguien lo asió del brazo. Rolfe se irguió a su lado y caminaron hacia el exterior. Cuando llegaron a la estancia en la que habían dejado sus uniformes y armas, Mur habló en susurros.

─ ¿Qué haces, imbécil?

Rolfe le acercó la chaqueta, y señaló las botas.

─ ¿Tú qué crees que hago? ¿Acaso piensas que te dejaré ir solo?

─ Te expulsarán por esto, Rolfe, no cometas este error, vuelve ahí dentro y trata de dormir.

─ El error sería quedarme aquí. Escúchame, Mur, quiero ir contigo, no quiero quedarme aquí, no quiero ir a ningún otro lado al que no vayas tú. Joder, con lo que me ha costado hacer buenos amigos. Te lo pido por favor.

Mur lo miró sin decir palabra, cogió la chaqueta de su mano y se la vistió. Después se pusieron las botas, cogieron sus armas y salieron en total silencio a través de una de las galerías más largas y estrechas. Comenzaban a sentir el aire fresco que entraba desde la cercana salida, cuando una sombra se interpuso entre ellos y el halo de luz que los separaba del exterior y comenzó a gruñir.

─ ¿Qué demonios se supone que estáis haciendo, capullos? ─ la voz de Rénald, cuyo confinamiento había sido interrumpido por la precipitada huída de El Vigía, sonó detrás de Dama.

Rolfe echó mano al pomo de la espada, pero Mur asió su antebrazo.

─ Apártate, Rénald, esto no te concierne. Sabes tan bien como yo que un Cazador Negro tiene la completa libertad de abandonar la hermandad en el momento en el que estime oportuno.

─ Ya ─ respondió el Cazador Pardo ─, pero no puede llevarse su uniforme ni las armas que no le pertenecen.

Tras un incómodo silencio, Rénald volvió a hablar.

─ La amas, ¿verdad?

Los Cazadores Negros. Tomo  IntegralDonde viven las historias. Descúbrelo ahora