Almácigas de pasión

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Hoy hace un día espléndido en el Capitolio y los tributos han salido al parque a volar papalotes. Desde mi escondite entre los matorrales veo por todos lados parejas de enamorados haciendo el ridículo, con sus risas tontas y sus mejillas sonrojadas por la fiebre del amor. Patético. Los mataría a todos, despacio, muy despacio, en las cálidas tinieblas de mi sótano. Bueno, en realidad, a todos no.


Mi compañera de distrito tiene algo; no sé si será su clase, siempre acompañada de su Jarro Estiloso, o quizás su valentía. ¡Luchó sin miedo varias veces contra el pato Juanito sin amedrentarse lo más mínimo! Ahí está, radiante y rodeada, cómo no, de pretendientes. Hasta los mutos saben distinguir una criatura especial entre tanto rocín gurrufero.


No estoy seguro de si es que no se ha dado cuenta y piensa en voz alta, o es que sabe que la vigilo y ha querido que escuchara sus anhelos, pero me acaba de romper el corazón. Así que su romance ideal sería con «un panadero rubio». Me voy de aquí antes de que me oiga llorar. Está claro que un asesino negro no tiene ninguna oportunidad con ella. Está fuera de mi alcance.


De camino a mis aposentos el dolor se va convirtiendo en rabia, y no me corto lo más mínimo en escupir vituperios a todo el que se fija con descaro, riéndose por lo bajo, en las lágrimas y los mocos que no paro de soltar.


—¡¿Qué miras?! ¡Con esos ojos que parecen puñaladas en aguacates pochos! —le espeto a uno de esos mentecatos.


La gente se separa de mí como de la peste, y es entonces cuando me doy cuenta de que no me he duchado en días. Ahora sí que está claro. Heather se olía que la espiaba, y dijo aquello en voz alta para que no se me ocurriera ni intentarlo. Me siento en un banco junto al lago. Sí, conozco el peligro que esconden los lagos de los parques. Pero ya me da igual todo.


Algo se mueve entre las almácigas de la orilla. Mi instinto debe estar atrofiado, porque mi única reacción es encogerme de hombros. Si este debe ser mi final, que así sea. De entre la vegetación aparece, con paso bamboleante, una pomposa y nívea criatura alada que se acerca hasta mí. Se sube al banco de un salto y alarga su cuello para secarme las lágrimas con su pico anaranjado.


—Menos mal que no eres un pato —le digo a la oca, con la mirada aún gacha.

—Y tú no un cocodrilo. —¡Habla!


La miro a los ojos. Profundos e inteligentes como ningunos, me corresponden con el mismo deseo que los míos a buen seguro atestiguan. Ella mira a los lados con pudor y, aunque a mí el qué dirán me importa un bledo, la comprendo y asiento. Me levanto y le tiendo una mano. 


Mano con ala, nos adentramos en el follaje almaciguero para dar rienda suelta a nuestra pasión. 

Los Juegos del HumorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora