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¿Como te encuentras hoy?

–Bien –mintió Mel, intentando esquivar los ojos de Lee mientras se servía una taza de café.

Llevaba tres días en su casa. Bien es cierto que las veinticuatro primeras las había pasado dormida, pero ya estaba totalmente recuperada del accidente con la tetera y se sentía tremendamente avergonzada de la forma tan exagerada en la que había reaccionado ante un simple susto.

Ya era hora de irse a su casa. Quería irse a casa, necesitaba irse a casa, se recordó agitada. Cuando al despertar se dio cuenta de que estaba en casa de Lee, y en su cama, sintió un escalofrío de emoción que todavía no se sentía con fuerzas para analizar.

No sentía nada por él salvo ira por el modo en que la había tratado... pero también había cuidado de ella.

–No tengo hambre –le dijo le primera tarde al despertarse cuando él entró en la habitación, a su habitación, llevándole una bandeja con comida.

–Come algo –fue todo lo que dijo, pero por alguna razón su comportamiento había emocionado a Mel y, cuando se hubo marchado, sus saladas lágrimas se mezclaron con la sopa que él le había llevado.

–Esta es tu habitación –protestó cuando volvió a recoger la bandeja.

–Nuestra habitación –la corrigió de inmediato, pero calló al ver la reacción en el rostro de Mel–. No te preocupes, no voy reclamar mis derechos de esposo –le aseguró con tristeza–. Me he preparado una cama en otra habitación.

–En realidad –empezó a decir ella llena de seguridad, pero intentando no mirarlo a los ojos–, me encuentro perfectamente, así que creo que es hora de que me vaya casa y...

–¿Y qué? –la desafió Lee–. ¡No! Todavía hay muchas entre nosotros que hay que resolver.

–Yo... tengo cosas que hacer... la casa, el jardín –dijo Mel y se detuvo al verle negar con la cabeza–. Los vecinos se estarán preguntando qué habrá pasado.

–No hace falta que te preocupes por nada de eso –le aseguró Lee con calma–. A los vecinos ya les he explicado lo que ha sucedido. En cuanto al jardín, puedo hablar con los que cuidan el mío...

–¿Qué les has explicado a los vecinos? –interrumpió Mel con sequedad mientras su corazón empezaba a latir con fuerza.

–Les he contado lo del accidente con la tetera y que siendo mi mujer...

–¡Tu mujer! ¡Les has dicho que estamos casados... ! –explotó Mel sin creer lo que oía.

–¿Por qué no? Al fin y al cabo, es la verdad.

–Pero nos vamos a divorciar –protestó Mel y añadió enfadada–: No tenías ningún derecho a hacerlo. No quiero que...

–¿Que la gente sepa que soy tu marido? –la interrumpió Lee con cinismo.

Mel negó con la cabeza. Cómo podía explicarle lo nerviosa que le ponía pensar en la curiosidad que habría suscitado entre los vecinos el enterarse de que tenía un marido con el que ni siquiera recordaba haberse casado.

–No tenías ningún derecho a hacerlo –repitió levantándose de la silla para empezar a andar por la cocina con nerviosismo–. Lee, quiero irme a casa, necesito irme a mi casa ahora mismo.

–Esta es tu casa –le dijo irritado–. Cuando nos casamos, la puse a nombre de los dos y, por eso, entre otras cosas, no he podido venderla, necesitaba tu consentimiento por escrito.

–Cuando quieras te lo doy –replicó rápidamente–. No quiero... no puedo quedarme aquí.

–¿Por qué no? ¿De qué tienes miedo?

El Hombre En Mis SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora