Capítulo Dieciséis

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Lena

La vida continuó, más o menos. Me había despertado de un maravilloso sueño y me había dado de bruces con la cruda decepción al descubrir que, una vez más, solo había sido una fantasía. Desde que le dije a Kara que no se metiera en mi vida, era como si tuviera que recordarme a mí misma todas las mañanas que ya no estaba. Que no me esperaría con el cada vez más abollado coche de la empresa delante de mi edificio. Que no me reclamaría por la falta de sueldo o por el hecho de no estar realizando un trabajo de verdad.

Se había ido. Se me hacía raro que, en tan solo dos semanas, Kara hubiera dejado una huella tan honda en mi vida que su ausencia me resultara abrumadora.

Sabía que debería estar enfadada. Incluso molesta. Que debería sentirme dolida. A lo mejor lo estaba hasta cierto punto, pero nada me afectaba tanto como la sensación de pérdida. Sabía que no podía permitirme volver con ella, pero detestaba esa realidad. De modo que, cuando salí de casa esa mañana, no me esperaba verla.

Desde luego, mucho menos la esperaba cargando con una especie de colcha horrorosa que tenía un montón de bolsillos cosidos a mano.

—No tienes que decir nada —empezó ella, muy seria, sin prestarles atención a las miradas que le echaba la gente que iba andando al trabajo—. Pero lo siento, y sé que te encanta organizar las cosas, así que te he hecho algo para que organices los calcetines. Tiene un montón de bolsillos, para que puedas meter un par en cada uno o tal vez organizarlos por colores... —Dejó la frase en el aire y se mordió el labio—. No sabía cuántos pares tienes, pero puedo hacerte otra si esta no tiene suficientes bolsillos.

Le quité esa cosa de las manos y la examiné con el ceño fruncido. Me moría por mandarlo todo a la mierda, por estrecharla entre mis brazos y besarla, por decirle que se lo perdonaba todo. Sin embargo, había roto los lazos antes de que ella pudiera ahondar en la herida. Había escapado, y perdonarla solo me expondría de nuevo a que me clavara la inevitable daga en la espalda.

Por más que quisiera darle las gracias y besarla, me limité a llevarme la colcha al coche, donde me esperaba mi chófer. Demostré el mínimo respeto posible al doblar la colcha y dejarla en el asiento en vez de arrojarla sin más al interior, pero no me atrevía a demostrarle nada más.

A partir de aquella mañana, apareció todos los días, como un cachorrito triste que echaba de menos su hogar. A veces me llevaba café, y nunca con azúcar. Siempre me llevaba una banana perfecta. Incluso escribía mi nombre por toda la cáscara tal como yo había empezado a hacer desde que ella se comió mi banana por error el primer día. Me pasé más tiempo del que estaba dispuesta a admitir sentada en mi despacho, admirando su letra, como si en ella se ocultara la explicación de cuál era su verdadero objetivo o de si solo lamentaba que la hubiera descubierto.

La mayoría de los días, ni siquiera hablaba. Se limitaba a esperar con los regalos que me llevaba y a mirarme con esos enormes e inocentes ojos mientras yo los aceptaba. Cada día me costaba más resistirme. Tenía que obligarme a no decir nada, porque sabía que si hablaba, me arriesgaba a descubrir lo que albergaba mi corazón en vez de decir lo que era sensato.

Me hizo tantas cosas para organizar, decorativas o no, que empecé a preguntarme si no pensaba en nada más. Al cabo de unas semanas, tenía el ático lleno con sus regalos, y la mayoría me resultó muy útil.

Era una mujer de rutina y, en cuestión de poco tiempo, ella se convirtió en mi parte preferida de dicha rutina. Ya no esperaba a que llegase el momento de la banana antes del almuerzo. Esperaba a verla cada mañana. El mejor regalo que me llevó fue Jacob. Habían pasado unas cuantas semanas desde que empezó a esperarme por las mañanas, pero aquel día en concreto tenía a Jacob de la mano en vez de un regalo hecho por ella.

To Get To You (Adaptación Supercorp)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora