☆Uno

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Lávate la boca con jabón si no quieres darle vergüenza hasta al jamón.

—He visto a tortugas con más agilidad que tú —dice mi madre, observándome con una ceja alzada, como si yo tuviera la culpa de que mis Louboutin tengan menos estabilidad que una paloma coja.

—Y yo a momias con mejor aspecto que tú —le reprendo, a la vez que consigo, por fin, salir del coche y quedar de pie junto a ella.

Mi madre hace un ademán, como si quisiera restarle importancia a lo que acabo de decir, pese a que tengo toda la razón. ¿Quién va a un restaurante de lujo, con dos estrellas Michelín, vestida como si quisiera irse a bailar a las fiestas de su pueblo?

—Ya sabes que esto de arreglarme no va conmigo. Me identifico con esas grunje que salen por la tele en los documentales sobre tribus urbanas —dice, convencidísima de que "grunge" se pronuncia con una jota.

—Le has cogido el vestido de dama de honor a la abuela, que te he visto. Tiene un agujero en el culo.

—¡Y yo tengo otro! —ríe ella, empezando a andar en dirección al restaurante, despreocupada por lo grande que le queda la bolsa de patatas con la que ha decidido ataviarse aquella noche.

Resoplo, mirando a mi alrededor, esperando a que nadie haya escuchado lo que mi fina progenitora acaba de soltar en medio de la calle.

Me agarro la parte baja del vestido largo y, con las rodillas temblando por el miedo a torcerme el tobillo, avanzo hasta llegar a su lado.

No tardamos demasiado en llegar a donde se encuentra la puerta principal al Nachlass, el restaurante más caro y visitado de la provincia, para el cual he estado diez jodidos meses esperando para entrar.

Piensa en la comida, María, solo en la comida.

El maître que espera en la entrada nos atiende con una radiante sonrisa que ilumina por completo su rostro de rasgos algo infantiles, pese a que, desde luego, acaba de revisar cómo entraba mi madre vestida como Cristo en el Calvario justo detrás de mí.

Suelto el bajo de mi vestido al fin, provocando que éste roce el suelo, antes de sonreírle de vuelta al hermoso espécimen que tengo enfrente.

—Hola —digo, como si aquello fuera mi cita a ciegas y no tuviera ni idea de cómo empezar la conversación.

—Buenas noches. ¿Tienen una mesa reservada? —pregunta él, alzando el IPad que tiene entre sus manos.

—Sí, María Sánchez —respondo, a la vez que intento centrarme en mantener una buena postura a pesar de lo incómodos que son aquellos zapatos del diablo.

Mi madre, a mi lado, se limita a observar a su alrededor, sorprendida por la rústica y exquisita decoración del lugar.

El maître se centra un par de segundos en la pantalla y, antes de que pueda siquiera sentirme incómoda por el silencio, me indica que le siga, dándose la vuelta hacia el portal que tiene justo detrás.

Mi madre, aprovechando que él se ha dado la vuelta, agarra bastantes de las tarjetas de presentación que hay sobre el mostrador y, con una habilidad increíble, hace lo mismo con el bolígrafo plateado que hay junto a un bloc de folios en blanco.

Finjo que no he visto nada, porque sería mucho peor.

—La mesa junto a la ventana es la suya, señorita Sánchez —me indica cuando entramos en el amplio comedor, deteniéndose junto a mí para señalarme nuestro sitio.

El lugar está lleno, a pesar de que no hay demasiadas mesas repartidas por aquel espectacular espacio visual. Parece una casa museo de algún campesino del siglo XVIII, pero a la vez el rincón soñado de cualquier millonario del siglo XXI.

El ChefDonde viven las historias. Descúbrelo ahora