☆Prólogo

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El restaurante solía tener nombre de toallita.

Nachlass Restaurant, ¿en qué puedo atenderle? —pregunta una voz masculina tras la línea de teléfono, menos de un segundo después de que el primer pitido anuncie que estoy llamando.

—Buenas noches, querría hacer una reserva para la próxima fecha disponible —respondo casi al instante, sin borrar mi sonrisa de satisfacción. He tenido la suerte de ser una de las primeras en llamar para cubrir las mesas de la próxima temporada, algo que llevo intentando varios meses, pero que jamás había conseguido.

—Por supuesto, deme un segundo, por favor —dice el hombre, antes de quedarse un par de segundos en silencio, probablemente comprobando el calendario—. El veintiocho de octubre a las nueve de la noche hay libre una mesa para dos personas y el treinta y uno, otra para cuatro.

—Entonces me quedaré con la del veintiocho, tan solo somos dos comensales.

Puedo imaginar al hombre asintiendo con la cabeza, pues no añade nada más.

Oigo el clic del ratón al seleccionar algo en el ordenador y, acto seguido, vuelve a coger el teléfono.

—Perfecto, ¿sería tan amable de decirme su nombre o el de quien vaya a acudir a la cena?

—Claro, sí.

—¿Clara Silva? —me interrumpe el hombre, quien parece tener prisa por colgar la llamada.

Frunzo el ceño casi al instante.

—No, yo...

—¿Yoko Ono?

¿Acaso el restaurante más caro del país contrata a gente de la asociación de sordos impacientes para atender las llamadas y yo ni me había enterado?

—¡María Sánchez! —espeto, en un tono de voz excesivamente alto, aunque lo único que intento es que pueda apuntar mi nombre correctamente y no va a hacerlo si intento comunicarme como una anciana en misa.

—Oh, sí, perdóneme —dice el hombre de pronto, comprendiendo su error—. Ya está, la llamará alguien del equipo para confirmar su reserva una semana antes.

—De acuerdo, muchas gracias —pronuncio entre dientes.

—Un placer. La esperamos en Nachlass la próxima temporada, que tenga un buen día.

Un buen día y un buen año, pues, cuando él cuelga y yo abro la aplicación del calendario me doy cuenta de todo lo que puede ocurrir en tanto tiempo, aunque espero que la suculenta comida valga la pena.

Quedan exactamente diez meses para el veintiocho de octubre. Solo espero no morirme antes de que llegue el tan esperado día.

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