Usa guantes si no quieres morir antes.
La cena es tan espectacular como su precio indica y eso lo corroboran las cinco tapas que hay sobre la mesa, cada una con su pulcro plato y su impecable presentación, recordando por qué esos son los doscientos euros mejor invertidos de mi último año.
Mi madre no duda en agarrar el muslo de faisán hecho a baja temperatura, envuelto en una suave emulsión de sus propios jugos y coronado por un aire de aceite de oliva que aporta altura al plato.
—¿Cuándo te traen lo tuyo? —pregunta, llenándose la boca con la mitad del trozo de carne, completamente despreocupada porque se esté zampando sin saborear aquella maravilla visual.
—Eso es lo mío —gruño, agarrando el plato y colocándolo frente a mí para evitar que se lo termine en otro bocado de los suyos, más cercanos a los de un troglodita que a los de un hombre evolucionado.
—Claro, ya lo sabía —dice, todavía con la boca llena, sin masticar.
Pongo los ojos en blanco a la vez que le hinco el diente al faisán, que me lleva a ver la octava maravilla del mundo. Eso sí que es alta cocina.
—Pues yo ya empiezo con los huevos rotos, que se enfrían —me avisa, agarrando la cazuela en la que se encuentran, como si yo no fuera a darme cuenta de que lo desea tan solo para ella.
La observo comer sin prácticamente degustar nada, pero eso ya lo hago yo por las dos. Las esferificaciones de trufa negra sobre las patatas soufflé y bajo el huevo poché me hacen babear más de lo permitido, pero intento reprimir mi gemido de placer, lo mismo que no ha logrado darme ni un solo hombre en los últimos largos tres meses.
—Oye, cállate, que la gente nos mira, pedazo de cerda calenturienta —me regaña mi madre, continuando su aventura de sabores con el cuscús de setas y aceite azafrán, con el que hace una mueca de desagrado antes de dármelo a mí.
Me aseguro de que lo que ha dicho mi madre no es verdad o de que, si lo es, algún jovenzuelo con alma caritativa esté tan desesperado como para observar a una pobre necesitada como yo. Por supuesto, los únicos que me observan son la mujer hiper operada de la mesa de al lado y su barrigón marido.
Sonrío aún con la boca llena y luego trago frente a ambos, esperando a que se giren del asco, pero no lo hacen. Siguen observándome como si aquello fuera un zoo y yo el animal más interesante de todos.
Hago rodar mis ojos y devuelvo mi mirada a mi madre, que casi se ha terminado la tapa de lubina, aunque sin tocar la gelatina de algas que yo me dispongo a probar. Me da un golpe en la mano con el tenedor y me aparta, para proteger el plato con todo su cuerpo poco después.
—¿No era que no te gustaba el pescado? Pues esto para mí —gruñe, demostrando que el verdadero animal territorial y posesivo es ella.
Resoplo, dándole la razón, aunque rápidamente le quito las alcachofas en texturas que hay a su derecha y, sin darle tiempo a quejarse, meto la cuchara en la crema y me la zampo de un bocado. Ale, por egoísta.
Me regaña con la mirada, pero como sabe que la cena la pago yo, ni se atreve a decir nada en voz alta. Mejor para mí.
—Me pido un dumpling y dos gyozas —advierto, señalando el único plato que queda sobre la mesa, en el que hay dos tipos de empanadillas asiáticas, una de pollo al curry y otra de pato en salsa de mantequilla.
Ella se encoje de hombros. Total, comida es comida, ni siquiera la saborea. Si le pusiera pienso de gato en lugar de platos de dos Estrellas Michelín, estoy segura de que también le daría igual.
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El Chef
Romance#versión 2020, bastante diferente a la versión original de 2015# Diez meses esperando para una reserva en aquel caro restaurante de dos Estrellas Michelín para que, en un delicioso golpe del destino, acabe una tirita justo en mi plato. Tal vez deber...