Hechizada.

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Tenía tan sólo ocho años, cuando intenté matarme por primera vez. Mamá había logrado que me despegara de sus brazos, dejándome sola por un par de horas para ir a hacer un simple trámite al Banco. Algo común para cualquier chico, pero no para mí: sentía que me había abandonado. De más está decir que mi mamá no me dejaba nunca sola; comía con ella, dormía con ella, lloraba en sus brazos, era tal la dependencia que tenía que, ante una mínima separación, se me caía el mundo. Ella creyó que estaría bien, que nada me pasaría, ya que era una nena tranquila, que se entretenía jugando sola, pero desconocía mi interior oscuro. Angustiada, empecé a llorar a los gritos. Revolví toda la casa, tirando todo a mi paso, buscando algo que pudiera terminar con mi sufrimiento, en otras palabras, buscaba la manera de matarme. Creía que si moría iría directo al cielo, donde rodeada de ángeles iba a descansar en paz. Después de dar vuelta media docena de cajones, encontré un jarabe para la fiebre... me lo tomé todo. Fui a mi cuarto y me acosté, ilusionada con una muerte rápida e indolora. Mi mamá volvió casi enseguida, y se encontró con la casa dada vuelta, como si hubiera pasado un tornado. Asustada, comenzó a buscarme, llamándome a los gritos. En su camino, vio el frasco de jarabe vacío, tirado en el piso. Corrió a mi habitación y me encontró en la cama, medio dormida. Todavía recuerdo su voz, quebrada por el llanto, preguntándome por qué lo había hecho. Inmediatamente llamó a mi papá y él, a la vez, a mis abuelos y a mis tías. Quizá deba aclarar que vengo de una familia de taños, donde la unión familiar es lo primero. Mis abuelos maternos viven a cinco cuadras de mi casa, y los papas de mi papá, junto con mis tías, hasta que se casaron, a la vuelta. Por eso es normal que ante cualquier evento en la familia, se manden todos en masa. Por lo tanto, ¡sorpresa!, se llenó la casa de parientes, de lágrimas, de preguntas sin respuesta, de angustia, de impotencia y, sobre todo, de desesperación. De un día para otro, el teléfono no dejaba de sonar; porque la vecina se había enterado de lo sucedido, porque la mamá de una compañera de tercer grado estaba preocupada por mi comportamiento anormal en la escuela (aunque para mí aislarme y llorar en los rincones fuera algo de todos los días), porque una tía de mi papá que vivía en Canadá, venía al país y no sabían cómo ocultarle lo que había pasado, y, lo más inquietante, porque la psicopedagoga del colegio llamaba a mi casa para recomendarles a mis papas una psicóloga para la nena suicida, tímida, meona, y estúpida que era yo en ese momento, porque me veían triste, casi autista. Empezaron a buscarme ayuda y recorrimos varias psicólogas. Esas mujeres, supuestas profesionales, siempre me hacían quedar como una loca. ¿Qué pasaría si se revirtiera la situación, si fuera yo la que estuviera cómodamente sentada en esos sillones acolchados, en vez de hacerlo en esas sillas de plástico que te dejan el traste cuadrado, donde habitualmente me tocaba estar? ¿Qué pasaría si yo fuera la terapeuta de mi terapeuta? Se sentirían como yo, tan inútiles como una hormiga frente a una grandiosa presencia (¿sería yo una Gran Diosa encubierta, acaso?). No lo sé. Lo único que sé es cómo me sentía cuando iba a terapia, muda ante la gran cantidad de diplomas colgados en la pared, destacando sus méritos profesionales para sacar a una persona adelante. Eso era posible siempre y cuando, la persona/paciente estuviera dispuesta a salir adelante: bueno, yo no lo estaba, ya que encontraba en la oscuridad un lugar seguro donde quedarme, el espacio que el mundo exterior no me podía dar. Me acuerdo de las primeras sesiones; me sentaba en una silla con mis dos trencitas y los pies colgando porque no llegaban a tocar el piso. La psicóloga del otro lado fumaba y, a veces, hasta hablaba por teléfono delante de mí con los que yo suponía (por su expresión) eran sus amigos. Y aún siendo tan chiquita, me preguntaba por qué no tenía amigos como ella, por qué nadie me hacía reír como a ella, por qué me costaba tanto hablar, juntar el valor para decirle qué me pasaba. Repito, era muy tímida, me costaba horrores expresarme con palabras, manifestar lo que sentía. Y cuando lograba coordinar dos frases, era simplemente para decir «¿Ya me puedo ir?» Me hacían realizar cosas realmente muy estúpidas, o bueno, así me sentía yo al hacerlas. Me mostraban dibujos, preguntándome qué veía en ellos, qué iba a hacer el conejo que estaba allí, en esa hoja de papel, por qué, con quién, y cómo lo haría. Las miraba con un odio asesino, gritando por dentro que me importaba un carajo ese conejo de mierda, que seguramente se quería morir tanto como yo, que no estaba loca ni tenía un retraso, aunque lo pareciera. Además, en todo caso, debería haberme mostrado a una ballena si quería que me identificara. ¿Qué hacía entonces si era incapaz de decir en voz alta lo que me carcomía por dentro? Escribía, casi desde que aprendí las primeras letras. En tanto tiempo de terapia, entendí que siempre hay que rescatar lo positivo de las malas experiencias. El colegio era una pesadilla, pero aprendí a volcar mis sentimientos en un papel. ¡Bah! Papel es una forma de decir. Usaba mi primera computadora, tan vieja que andaba a pedal, pero a mí me servía. Pero como yo no era normal, mi literatura se basaba en historias de horror. Infantiles y rústicas en su estilo, pero siempre trágicas. En lugar de mirar la tele como los otros chicos, o como mi hermana (otro nuevo motivo que no se salvaba de la comparación), me pasaba las tardes encerrada en mi habitación, escribiendo. Inventaba personajes que no eran más que yo misma, disfrazada. Ellos contaban la historia que crecía adentro de mí abrazándome como un pulpo, pero que todavía no me animaba a expresar. Uno de mis cuentos, por ejemplo, se llamaba «El ser invisible». Su protagonista, Adrián, era un nene que se creía invisible para los padres, que sólo tenían ojos para su hermano. Pasaba los días encerrado en su cuarto, y su familia ni siquiera notaba su ausencia. Su madre era actriz y vivía en su mundo; su padre era político, y cada vez que tenía una entrevista llevaba a su hermano, que era el preferido. Se esforzaba en ser mejor para complacerlos, sacándose diez en el colegio, pero cuando le mostraba las pruebas a su mamá, lo único que hacía era rompérselas en la cara. Él sólo quería ser amado como lo era su hermano. Sus padres le repetían continuamente que había sido consecuencia de un descuido, un accidente que jamás tendría que haber nacido. Solo en su habitación, Adrián dibujaba y escribía poesías. En sus dibujos, una bella mujer lo abrazaba, le decía que lo amaba, prometiéndole que jamás lo iba a abandonar: Soñaba con tener una mamá así, cariñosa y comprensiva, que lo amara y que estuviera orgullosa de él. En sus poesías describía sus sentimientos, pidiéndole ayuda a Dios para que su sueño se hiciera realidad. Cuando tenía ocho años, su depresión era tan grande que se suicidó, dejando una carta de despedida para su familia, explicándoles que sólo buscaba el amor que nunca le habían dado y que merecía, a pesar de ser feo y molesto, pero que, donde iba a ir, al cielo, encontraría ángeles que lo cuidarían y amarían como él había soñado que su mamá lo hiciera. FIN. Desde luego, mi historia era distinta porque se mantenía oculta en algunos puntos, en especial por el hecho de que mis ideas recurrentes de suicidio se debían a no sentirme amada por nadie: mis padres, que parecían hacerlo, querían a la hija que trataba de demostrarles que era y no a la verdadera Giuliana (la tonta, la inútil) que había dentro de mí. Fantaseaba con una muerte aun cuando no tenía herramientas para llevarla a cabo. Escribía cartas de despedida y también dibujaba. Pésimo (como todo lo que yo hacía), pero lo disfrutaba. En mis cuadernos diseñaba lápidas con mis iniciales, árboles secos, flores marchitas; representaba al mundo tal como lo veía, sin color, sin vida. Me fascinaba dibujar ojos con lágrimas o corazones rotos y sangrantes. Así estaba yo, llorando y con el corazón quebrado. Mis obras pictóricas también.

F.I.L.O.SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora