Te abrazo, te ahogo.

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Te abrazo, te ahogo Esta enfermedad me hace aferrarme tanto a alguien que me obsesiono con esa persona, necesito estar siempre contenida, para sentir que, al colgarme de ella, tengo un motivo que me mantiene viva. Ante la falta de amigas, me había acercado a una de mis tías, Betiana, hermana de mi papá y a la que veía con frecuencia cuando iba al taller donde trabajaba la familia. Ella no era de demostrar demasiado sus sentimientos, siempre había que andar adivinando qué sentía, por qué y cómo. Igual, en mi dependencia afectiva, me aferré a ella, en busca de contención, de amor. Ella, sorprendida porque ya que yo no permitía que nadie se me acercara, hizo lo que pudo con lo que sabía. Le escribía cartas diariamente, esperanzada en que su amor me protegería, pero nunca las contestó. La llamaba, no me atendía, le hacía dibujos, tampoco le importaban, o, al menos, eso deducía yo. Sentía que había perdido una vez más, quise soltarle la mano, y me di cuenta de que no podía hacerlo ya que era la única persona de mi familia en la que confiaba, a la que le había revelado mis secretos. ¿Qué hice entonces? Actué como mi dolor me lo permitió, empecé a odiarla por no haberme salvado de caer en el abismo. Betiana no entendía qué había pasado conmigo si, para ella, no contestar las cartas, ni mis llamados, ni visitarme para ver cómo andaba, era normal. Logré sacar mi costado diabólico y me vengué a mi manera. Mi plan era el siguiente: nacía su primera hija y yo simulé muy poco interés, demostrándole que su llegada a mi vida no era importante; en mi sed de venganza no medí que la beba no tenía la culpa. Mi tía se daba cuenta de que yo rechazaba a su hija, pero no me preguntó nada. Pero me sentía una mierda haciéndole eso a la nena, no podía seguir mintiendo que no la necesitaba porque no era cierto, entonces decidí acercármele. Sentía que una cosa tan chiquitita podía entenderme, porque yo me sentía tan indefensa como ella. Estábamos todos reunidos en casa de mis abuelos y quise alzar a la beba, la única reacción de Betiana, tan distinta de la que esperaba, fue decirme: «Giuly, tenes olor a perro, ¿estuviste jugando con ellos? Anda a lavarte las manos antes de tocar a la nena». Me había rechazado mi propia tía, mi sangre. La miré con una mezcla de odio y tristeza y me escondí en otra parte de la casa a llorar para que no notara cuan débil podía ser. Alguien en sus cabales no podía reaccionar tan mal ante un comentario, excepto una enferma como yo que había soportado tantos en su vida que ya le parecían lógicos. La persona en la que confiaba, tal vez inconscientemente, había abierto sus manos dejándome caer, golpeándome de una manera tan dolorosa que hasta hoy puedo sentir el impacto. A raíz de este episodio no volví a acercarme a mi primita, ni volví a creer en mi tía. A pesar de eso, ahora estoy en condiciones de decir que Betiana nunca tuvo la culpa, el problema está en mí, soy yo quien decido aferrarme a las personas a tal punto que las asfixio sin darme cuenta. Poco tiempo después, vuelve a pasarme algo similar con otra mis tías, Analía. Era más joven que Betiana, por lo que la sentía más cercana a mí. Nos unía también que ella padecía de ataques de pánico, así sentía que no era la única desequilibrada de la familia. Creía haber encontrado en ella a mi mejor amiga, ya que me escuchaba, me aconsejaba, me entendía, me respetaba. Era la persona que más amaba en el mundo, estábamos felices de tenernos una a la otra. Hacía todo eso que los demás no habían podido, no porque no quisieran o no tuvieran la capacidad, sino porque no se lo permitían. Ella sí me contestaba las cartas, ella sí me mandaba mensajes de texto, ella sí me escribía mails; pero, sin embargo, tampoco supo manejar la situación y me abandonó. De un día para otro, y sin dar motivos, desapareció de mi vida, revolucionando mi mundo. Es decir, yo así lo sentía, que se había ido mi amiga, mi confidente, mi protectora. Ya no me contestaba las llamadas, no daba señales de vida. Llorando, me preguntaba por qué, qué había hecho mal para perder el amor una vez más. La agobié con cartas, mensajes y mails, en busca de alguna respuesta a su alejamiento. Cuando estaba perdiendo la fe, me envió un mail diciéndome (más bien excusándose) que se había alejado por mi bien, yo requería demasiada ayuda de su parte que no me podía dar (quizá porque estaba peor que yo), se sintió metida en una situación sin salida y, al no saber cómo actuar, prefirió tomar distancia. Lo que Analía no entendía es que yo buscaba amor, no ayuda, para eso iba al psicólogo. No podía estar lejos de ella, no podía ver que me evitaba. Creo que ni le contesté el mail, sólo lo dejé pasar, pero, lógicamente, la relación no volvió a ser la misma, ni parecido. No sabía qué pensar, si odiarla, o rogarle que volviera. No sabía qué hacer para que se diera cuenta de que existía, para volver a ser la persona en la que pudiera confiar sin restricciones. Sólo quería ser parte de su vida. Todas las noches, llorando, rogaba que regresara, que me amara aunque fuera la mitad de lo que la amaba yo. La esperé un tiempo más, con el corazón en las manos, pero jamás regresó. Hoy también puedo darme cuenta de que la culpable de su alejamiento fui yo, con mi acoso epistolar, con mi dependencia afectiva, logré desatarle una crisis; a duras penas podía manejar sus propios ataques, mal podía intentar ayudar a una depresiva suicida como yo. La asfixié y, en su ahogo, trató de zafar lo mejor que su propia enfermedad le permitió. Ésa fue la primera señal clara de que yo no tenía capacidad de querer, más bien necesitaba desesperadamente de otro que llenara mi vacío. Exigía amor a gritos, sufría el desamor y el supuesto abandono con lágrimas y luego entendía la triste realidad de que nadie puede querer a un ser indeseable... Siempre buscaba un refugio donde esconderme, para escaparle a la verdad. Siempre fingí ser quien no era. ¡Bah! Ser alguien. Intenté ser buena alumna, pero ni ahí las notas llenaban mi vacío. Igual, aunque sacara buenas calificaciones, mi promedio se veía afectado por la cantidad de amonestaciones que me ponían. Se preguntarán por qué, si yo era invisible en clase. Por el uniforme. Sí, el horrible jumper marrón y verde que pretendían que usara para ir al colegio, la única vez que me lo probé me sentí un árbol (mejor dicho un ombú). Jamás usé una pollera, no podía permitir que nadie viera asomarse mis piernas cortas, blancas y regordetas. Así que mi «uniforme» eterno era el equipo de gimnasia, y, claro, como me negaba a usar el reglamentario vestidito y blazer, me ligaba las amonestaciones. El rechazo y la angustia iban de la mano. Me rechazaba porque era gorda, fea, estúpida. Y me angustiaba serlo. Cada vez que me miraba al espejo tenía que tocarme para darme cuenta de que era realidad la imperfección que estaba viendo. Me pellizcaba para ver si las feas y gordas como yo aún eran capaces de sentir. Me dolía, pero me seguía pegando, seguía comiendo, seguía engordando (ya tenía treinta kilos extra), seguía asquerosamente imperfecta. No podía creer que hubiera chicos perfectos que murieran sin quererlo, y yo dando lo que fuera por estar en su lugar para aliviar al mundo de mi asquerosa presencia. La única manera de escapar de mi anatomía era con la muerte. Creía conocer todos los tips necesarios a la hora de cometer el suicidio perfecto, tanto me perseguían esas ideas de muerte que hasta soñaba con ellas. Recuerdo un sueño que tuve durante varias noches seguidas: tenía una bolsa de nailon en la cabeza, quería asfixiarme, me la ponía llorando porque , supuestamente, no iba a comer nunca más las milanesas de mamá, ni papá me llevaría de nuevo a McDonald's, ni mi hermana me regalaría NUNCA más un alfajor Milka triple. Lloraba sin consuelo, imagínense, estaba a punto del suicidio. Esperaba a la muerte sentada en el sillón de mi escritorio, mientras todos dormían. Mientras me ponía la bolsa en la cabeza, de a poco, dejé de llorar. Bien, medio sorprendida, me gustaba ese tipo de muerte, no era para nada dolorosa, quizá ya estaba morada o iba a explotar, pero ni lo sentía. Yo, la muy inútil, al ver que no moría, ni me sentía desmayar, me saqué la bolsa para ver qué estaba haciendo mal. ¡Tenía un agujero ENORME! Probablemente, en mi torpeza habitual, la había pinchado con algún clip del pelo. Lógico que no me iba a morir nunca, respiraba lo más bien porque entraba aire por ese hueco. Me despertaba con culpa, más rechazo aún, angustia. Sentía que tenía algo dentro de mí, latiendo, queriendo salir. Era el deseo. Deseo de volver a intentarlo y, esta vez, de ser posible, no fracasar. Pero jamás había cruzado tantos límites como cuando tenía doce años. Estaba en la escuela esperando que tocara el timbre del recreo para poder comer, por supuesto, si no hacía otra cosa. Me quedé dentro del aula, sentada en un banco, sola, adelantando tareas, mientras los demás charlaban y jadían. La maestra, que me odiaba, o al menos eso creía yo, corregía las pruebas de sociales y, a medida que terminaba de hacerlo, mandaba a repartirlas. ¿Por qué creía que me odiaba? Siempre hacía diferencias (para mal) entre los otros chicos y yo, me ponía menos nota de la que me correspondía y cuando, sobreponiéndome a la vergüenza de ir hasta al escritorio a hablarle, le preguntaba por qué me había calificado tan bajo si para mí las respuestas estaban bien, no me daba ninguna explicación y me mandaba a sentar a los gritos frente a toda la clase; o constantemente me mandaba a pararme en la puerta de la Dirección, o al frente del aula si sabía que la directora iba a venir, por usar el uniforme de gimnasia. Y, la última, un día vi policías en la escuela, con mi fantasía macabra pensé que alguien se había muerto, suicidado o había tenido un accidente y no pude contener la intriga, así que le pregunté a la maestra por qué habían ido esos policías; su respuesta fue: «No sé, yo no soy chusma ni maleducada como algunas...» Y después dicen que la maestra es como una segunda madre... Mejor sigo con la historia, porque me pongo verde de bronca de sólo acordarme de esa mina. De repente un compañero interrumpe mi paz y me entrega la prueba con una cara tremenda (de tremenda burla) que yo interpreté como «Gorda, ahora te tocó perder». Había desaprobado... Juro que la mente se me puso en blanco, no pensé en nada... En nada más que calmar la vergüenza y desilusión que había pasado, y pasaría después al mostrarle la nota a mi mamá. Ante mi desesperación me puse a llorar, tomé un compás de mi cartuchera y lo clavé en la vena de mi muñeca izquierda con toda furia, dirigida a mi compañero por su cruel actitud, a mi maestra por odiarme, y, principalmente, a mí por ser tan inútil. Salí corriendo del aula, perdida, llorando y gritando, pensando que nadie me escuchaba, y me encerré en el baño. Vinieron todos mis compañeros, hasta la maestra, preguntándome qué había hecho. Yo les pedía por favor que se fueran, que me dejaran sola. Le avisaron a la directora quien, manipulándome, logró sacarme del baño y llamó a mis papas. Desesperados, me llevaron inmediatamente a la psicóloga. Cecilia era la terapeuta más dulce, paciente y coherente que hasta ese momento había conocido, pero tenía un gran defecto: minimizaba todo lo que me pasaba y le decía. La recuerdo con su panza de casi nueve meses, asustada ante mi presencia. La recuerdo débil, y hasta insegura, porque no sabía manejar mi angustia (mi angustia, ¡qué tema complicado!), ya que se le iba de las manos. Cada vez me hundía más y más y ella ya no podía sostenerme.

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⏰ Última actualización: Dec 28, 2014 ⏰

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