Capítulo 1

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     La primera vez que María Belén Akanti salió de su país de origen, lo hizo por vacaciones. Tenía quince años recién cumplidos y su papá estaba trabajando en una de las ciudades principales del país vecino: Cartagena de Indias. Así que allí estaban: su mamá, su hermano, su hermanita, su prima y ella, en un carro particular a las cuatro de la madrugada partiendo desde Falcón rumbo a Maracaibo, capital del estado Zulia. Luego, en otro carro particular, salieron del caluroso centro del Zulia hasta la localidad de Maicao, con su hermana entreteniendo a los guardias de las alcabalas con su gorrito de mono que sobrevivió solo hasta ese viaje. Al pasar de algunas horas, abordaron un bus horriblemente incómodo con destino a Cartagena.

El bus hizo parada en Barranquilla, con Belén mirando asombrada por la ventana al darse cuenta de que todo era igual a como se mostraba en las teleseries. Pasaron una hora esperando el trasbordo y ya volvían a estar en camino de nuevo. Así que allí estaban, de nuevo: su mamá, su hermano, su hermanita, su prima y ella, des embarcando de un viaje largo y agotador a las doce de la madrugada. Y allí estaba él, el Tontín de su familia, esperándolos sonriente. Después de tres largos meses sin verlo, abrazarlo fue sensacional para Belén.

Cartagena es una ciudad llena de vida. No como Las Vegas o Nueva York, pero posee la vida propia del Caribe: ¡playa, sol y arena! Y desde sus playas hasta su Ciudad Amurallada, desde sus centros comerciales hasta sus hoteles de poco y gran prestigio, desde sus catedrales hasta el balcón del apartamento donde se quedaron, el cual era capaz de cumplir el equivalente de la mayor fantasía en cuanto a la lectura que Belén podría tener, pues nada como ver la puesta del sol desde las alturas, con un libro en mano y el sonido del océano de fondo; todo la había enamorado.

Todo, absolutamente todo de Cartagena le enamoró. Y entonces, decidió que era allí donde viviría. Una vez que terminara el colegio, una vez que fuera mayor de edad, una vez que lograra reunir el dinero para volver; tomaría sus cosas, se despediría de todos y partiría hacia su destino. Cartagena era para ella lo que el sueño de la Gran Manzana era para los mexicanos. Iba a ser grande, iba a ser poderosa. Academias de baile, editoriales. Libros, apartamentos en la playa, maquillaje, ropa, sesiones de fotos. Cafeterías, tiendas de ropa. Cartagena sería la sede de un gran imperio. Un imperio que llevaría su nombre: así de ambiciosa era.

Sin embargo, cuando las personas sueñan tan alto, suelen estrellarse con más fuerza de lo normal. Y lo peor de todo es que la fuerza del impacto siempre destruye todo lo que hay a su alrededor.

Una vez que terminó el colegio, lo único relevante en su vida fue la muerte de su abuela, su Halmeoni, un mes después de la graduación. Nunca había sido de las que resienten la muerte, porque para María Belén, la muerte era un proceso natural, lo único seguro y real en esta vida. Una parte de ella estaba resignada a aceptarlo; otra estaba feliz porque su abuela ya no sufría y ella nunca había visto a su Halmeoni sufrir como en las últimas semanas antes de su muerte; y otra parte estaba enojada con el Dios Todopoderoso que se atrevió a dejarla sin su abuela y con el pilar principal de su mundo destruido, a pesar de que fue Belén misma quien le rogó que se la llevara si todo lo que le quedaba en este mundo era pura agonía. Y fue entonces cuando Belén lo decidió.

Cuando emigró, lo hizo con su ser dividido en tantas partes que, justo ahora, era imposible contabilizarlas todas. Empecemos con las más fáciles de identificar: estaba enojada, porque no tendría que haber sido de esa forma. No se suponía que tuviera que emigrar para poder sobrevivir. Molesta: ninguna de las facciones políticas era capaz de hacer algo por la gente de su pueblo que, literalmente, se moría de hambre.

Por otra parte, se sentía liberada. Es decir, al fin estaba extendiendo sus alas y surcando el cielo en busca de la libertad. ¡Volaba fuera del nido! Pero también estaba resignada; resignada a perderse en el camino. Después de todo, si algo había aprendido de las canciones de Mago de Oz es que, cuando se va en busca de una mísera gota de progreso, se pierde incluso lo que se solía ser. Y nada le ha resultado tan verdadero como esa enseñanza: aún hoy en día, no sabe quién es, no sabe qué tanto cambió. Nunca le gustó su primer nombre, María; y son contadas las personas que actualmente la llaman de esa manera. Hay quienes la llaman Belén. Y hay otras pocas que la llaman Leen: este nombre es el que más le gusta y con el que más se ha sentido identificada. Sí, Belén ahora es mucho más Leen que cualquier otra cosa.

ARIANA, LA DE LAS FLORESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora