Quien Pone las Cartas Sobre la Mesa

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La profesora Díaz era una mujer muy estilizada. Su moño peinado cuidadosamente no tenía ni un cabello fuera de su lugar y se mantenía tan tirante que había días en los que me preguntaba qué sucedería si se lo quitaba.

¿Su rostro se deformaría?

¿Se le caería la piel?

¿Qué, qué pasaría?

Aclaro mi garganta viendo por el rabillo del ojo el moño místico que se dedicaba a atormentar a cada estudiante dentro del salón, sobre todo después de que empezó a usar ese bastón de madera.

Ah, ese maldito bastón.

A simple vista no parecía nada del otro mundo, después de todo no era más que un pedazo de madera que usaba Díaz para que su rodilla lastimada años atrás no empeorara. El verdadero problema había comenzado cuando la mujer descubrió que podía darle otros usos.

Miro al frente cuando la anciana se detiene tras de mí.

—Manténganse derechas y...—Su bastón le da unos golpecitos a mi pierna, instándome a tensarla aún más. La maldigo mentalmente—...elegantes.

Trago saliva, escuchando más y más risitas de las chicas junto a mí, las cuales miran en dirección a la puerta abierta y al individuo que diviso fugazmente por esta, quien actualmente se encontraba apoyado en los casilleros de más allá con su semblante frío y esa mirada oscura en todo su maldito esplendor.

Claro que él iba a esperar.

Claro que iba a aprovechar esta oportunidad para lo que fuera que se trajera entre manos.

Claro que no había dejado de mirarme en ningún momento.

Claro, claro, claro que lo iba a hacer.

Frunzo mi ceño en su dirección recibiendo en cambio nada más que un saludo de dedos y una sonrisa secreta que me pone los nervios de punta.

Las chicas vuelven a reír y Díaz vuelve a golpear con su palo.

—¿Jugando a dos puntas con el chico nuevo, Jones?—Susurra una voz altanera junto a mí en la barra de estiramiento.

Aparto la mirada de Wess y la vuelvo al frente, en dirección al espejo que refleja tanto mi rostro hastiado como la sonrisa de la pelirroja que tengo a mi izquierda.

Florence Mercier, la chica de porcelana que había decidido convertirme en su objetivo desde que yo fui quien, por primera vez, la superó en alguna cosa.

Sí, ella me odiaba y aprovechaba cada oportunidad para recordármelo y hacer mi vida un poco más difícil de lo que ya era. Como el incidente del espejo roto, a que no adivinan quién me echó toda la culpa y tuvo que pagar cada penique de la reparación.

La verdad es que eso no era lo que me había molestado, después de todo efectivamente yo había sido la responsable de romper el espejo aquella vez, lo que realmente había sobrepasado mi paciencia había sido lo que vi al entrar al salón otra vez, siendo más específicos, la vez en la que entré con los rectores para verificar el delito en cuestión, delito que misteriosamente había resultado ser más que solo un espejo roto.

Habían sido dos espejos más el plus del desorden de todos los materiales de danza.

En ese momento solo me había limitado a aceptar el castigo. Sí, sonaba tonto y todo, pero la verdad era que estaba más aliviada de saber que Florence no había visto nada extraño salir de esos espejos, aliviada de saber que no había visto nada fuera de lugar que me involucrara a mí o a alguien más. En ese momento me había alegrado saber que la actitud de Florence no era más que una niñería pasajera.

Our Dark Minds© (Libro II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora