EL MESTIZO

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Acto I.

Los tímidos rayos del sol apenas iluminaban su minúscula celda, que contoneándose con el galope perezoso de los caballos, lo mecían en una ficticia tranquilidad. Los grilletes rozaban sus muñecas, raspando su delgada piel cobriza y el cuerpo aun le dolía por la tunda que el capataz le había propinado. Se maldecía a sí mismo y a su maldita naturaleza de mestizo, la misma que le ayudó a escapar de los mugrientos burdeles y la misma que lo había condenado a ese asqueroso lugar.

¡Podía haber escapado!, antes que el jardinero alcanzara a delatarlo, después que ver esa ínfima gota color ámbar recorrer su cuello, un golpe en la cabeza lo habría silenciado mientras se escabullía por el ala oeste de la hacienda. Repasaba una y otra vez todas las formas posibles que habría utilizado para huir tan lejos como fuera posible, pero era inútil, en el fondo sabía que lo encontrarían tarde o temprano.

Cuando el amo se enteró, ni siquiera dudó, escribió rápidamente al burdel para negociar la venta del híbrido, en vano fueron las súplicas, el llanto aminorado y las promesas de una utilidad futura e inexistente.

- Se lo suplico, déjeme quedarme en la hacienda, cubriré mi piel con tatuajes, eso evitará el líquido ámbar, ¡se lo ruego! – chillaba desconsolado mientras besaba el frío piso, arrodillado ante su noble amo.

- Ya me cansé de tus lloriqueos, mocoso, no pienso gastar ni una sola moneda para llenar tu cuerpo de estúpidos tatuajes, acepta tu suerte y desaparece de mi vista – dictaminó el hosco hombre, ordenando al capataz encadenar al pequeño niño a las afueras de la hacienda.

- Sabe muy bien que la señora Leandra rogó por mi libertad, ¡lo escribió en su testamento! ¡no puede deshonrar su última voluntad! - fue lo último que gritó antes de recibir una fuerte bofetada, precipitándolo al suelo, recibiendo dos enérgicas patadas en el estómago, acallándolo por fin.

- ¡No oses repetir su nombre, maldito monstruo! ni siquiera pudiste curarla y ahora pretendes utilizar su memoria para salvar tu asquerosa existencia, siéntete afortunado de no ser vendido a los militares, ya sabes lo que harían contigo ¿verdad? Te despellejarían vivo, día tras día para obtener ese precioso liquido ámbar. Ellos pagarían muy bien y por adelantado así que no hagas que cambie de opinión. – le escuchó decir muy cerca, recordándole el gruñido de un furioso sabueso – ya encadenado dale una buena paliza, no quiero que intente escapar.

Mientras el sol parecía extinguirse tras las pequeñas rendijas, él se acurrucó en sus rodillas, mitigando tenuemente el dolor, frotó sus manos evocando los arrullos que la señora Leandra le cantaba, mientras tejía cerca la chimenea. Apenas sintió las salinas lágrimas recorrer sus resecos labios, lo único que deseaba era desaparecer y volver a ser uno con La Gran Ánima, la energía primordial que dio origen a las Habetrot, esas criaturas fantásticas de las que tanto hablaba la señora Leandra. "Tú eres mágico, niño y tu mejor mitad se irá con La Gran Ánima", eran las palabras que siempre repetía, fortificando esa minúscula esperanza de una eterna existencia lejos de las pesadas cadenas.

Un estruendoso grito lo arrancó de esos dulces recuerdos, los mercenarios habían llevado a una esclava al borde del campamento, un pago extra por aventurarse en tan peligroso sendero. El pequeño solo cerró los ojos, apretujando sus manos temblorosas en sus oídos, forzando sus recuerdos, intentando visualizar el rostro de la señora Leandra y evitar los fatídicos sonidos que cubrirían su existencia.

Fue entonces que un tremendo golpe lo volvió en sí, sintió las astillas incrustándose en su piel mientras la cabeza de un mercenario destrozaba la puerta de su celda, apretujando su cuerpo contra la pared. Era la primera vez que veía un muerto, su cabeza completamente destrozada hacia irreconocible su rostro.

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