Allá dónde el mar se pierde, besando el rostro del cielo,
en esa mágica línea que flamea cuál pañuelo,
aparece imperceptible, la amazona que cabalga,
con los muslos apretados sobre mansa yegua blanca.
Los rizos sobre la espalda, su mano empuña la espada,
que habrá de cortar las sombras, de la noche que se acaba.
¡Cuidado! grita el amante, ocultándose a su amada,
porque cree que al ver el día, ese ensueño moriría.
La reina pasa gloriosa, por los techos de las casas,
bate campanas de iglesia, que cantan en alabanza.
Se han abierto las tinieblas, el vino está derramado,
se cierra el ojo cansado del poeta abandonado,
La música que no ha sido, los besos que no se han dado,
irán a habitar el reino, de los sueños olvidados.
¡Qué se disipe la niebla, qué se despierten las cosas!
qué en los pequeños jardines, se vuelvan a abrir las rosas.
La bella se adorna el pelo, con su corona dorada,
¡abran ventanas y puertas, ya llegó la madrugada!