𝔓𝔯𝔬́𝔩𝔬𝔤𝔬

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El destierro

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El destierro.

El dolor que se esparcía por sus cuerpos era indescriptible, tanto, como lo podía ser la furia de Dios; se manifestaba en la ceniza y aroma a azufre que flotaba por todo el lugar. Gráciles, como sus gestos, voces y rostros serían para siempre, pero no bajo concepto cristiano, pues estaban siendo desterrados. Todo, gracias a que los ángeles pecaron; le fallaron a su padre, empero, no por el acto en sí, pues la misericordia del señor era inmensa y bien pudo haberles perdonado, más bien, fue por no estar arrepentidos de haberlo cometido.

De todas formas, ellos no necesitaban su perdón: ellos no habían hecho nada malo.

Los ángeles probaron los deseos carnales más puros que poseen los humanos, y si no los hubieran disfrutado, tal vez ahora, su plumaje no estaría pintándose de negro.

Sucesos que los llevaron al destierro.

Pertenecían a la estirpe más cercana a los humanos, y en general, hacían de todo. Les recordaban a los mortales, que las casualidades no existían, pues ellos controlaban la mayoría de los sucesos como si de una máquina se tratase. No era de extrañarse entonces que, por la observación diaria, sus pensamientos hayan trazado cauces que para los ángeles no estaban permitidos. Observaban de vez en cuando las consumaciones amorosas que tenían los humanos; los tenían con personas con géneros distintos o iguales –cosa recalcable, ya que a la especie humana parecía importarle mucho–, sin embargo, podían notar que el amor, muchas veces no era parte esencial de este acto que, para los humanos, era impuro y pudoroso.

Los ángeles no entendían, pues históricamente, ellos no tenían géneros ni genitales, solo nombres, alas y jerarquías. Y desde la primera vez que pisaron la tierra, les consternaba lo alejados que estaban algunos de sus hermanos del tan ansiado y nombrado paraíso, sin embargo, vagando con el objetivo de seguir trabajando, su atención se volcó completamente a aquel otro ángel que parecía aburrido. Hermoso, más de lo que cualquier ángel podía ser, y no entendía lo que estaba bullendo en su interior en ese momento, ellos... no deberían tener sentimiento alguno.

Raro era también, querer hablar con otro igual, puesto que su misión se resumía en la alabanza de Dios, no en la socialización como lo hacían los humanos. Los ángeles seres sociables no eran, y por toda la eternidad, deberían guiar a la humanidad a la pureza celestial.

El caos comenzó ahí para ambos, la existencia de un todo –que era su Dios–, se convirtió en un nada. Y ahora el todo, era para Taehyung, Jungkook. Y para Jungkook, Taehyung.

—¿Está bien que estemos viendo esto? —preguntó Jungkook. Antes de conocer a Taehyung, la desnudez de los humanos le daba igual, pero desde que comenzó a hablar con el ángel, algo había cambiado. Se imaginaba en la posición de aquellos dos humanos: besando a Taehyung, tocando cada rincón de su cuerpo, cobijándolo con sus alas y también, con sus brazos y alma.

—Supongo que está bien. —contestó el contrario en un susurro, viéndolo a los ojos; pensando lo mismo que Jungkook.

Sus miradas se volvieron pesadas, al igual que el aura que los rodeaba. Jungkook fue el primero en acercarse, pero la lentitud comenzó a asfixiar a Taehyung, por lo que decidió acelerar el proceso acercándose primero. Quedaron estáticos un segundo, sin saber muy bien qué hacer; sus narices casi se rozaban, y aunque ellos no necesitaban oxígeno, juraban sentir sus respiraciones chocando. Una timidez los golpeó de imprevisto; sus mejillas sonrojadas con sensaciones incrementadas que parecían muy humanas, y olvidando todo para tomar la valentía restante que necesitaban, Jungkook empujó su rostro para colisionar en los labios del otro ángel los suyos. El beso de la muerte, o del exilio, como gustaban llamarle ellos.

Los movieron como vieron muchas veces. Procurando imitar a los de ojos de estrella, los que miraban con devoción y amor a su prójimo, con delicadeza y dulzura.

No fue el último ni único beso.

Caída.

Luego de tanto haberse ocultado, algún otro ángel le hizo de mensajero a Dios –como debía ser desde el principio–, y le contó todo lo que intentaron esconder.

Inconcordio, deshonra y pecado. ¿Su destino sería el infierno en la espera del juicio? La respuesta era no. El castigo más justo impuesto por su Dios, sería formar parte de los humanos.

—Mis ángeles, sus alas no desaparecerán como recordatorio de lo que fueron, y serán negras, evocando su exilio, invisibles para todos los mortales. Ustedes no descansarán en mi paraíso por desviarse del camino divino, —exclamó fúrico el padre dictando la sentencia, siendo rodeado por ángeles que tocaban sus trompetas. —vivirán bajo las normas de los mortales. Ambos hombres que se aman, siendo repudiados por aquellos que, como ustedes, no merecen llegar al descanso divino y eterno.

El regocijo explotó en sus almas olvidando el dolor físico que estaban sintiendo, omitiendo el que parecía ser un castigo, pero que, para ellos, era su propio paraíso.

Y tomándose de las manos, recitaron por última vez el juramento que alguna vez le hicieron con devoción a su creador. Aceptando por fin, su caída sin retorno.

𝐷𝑒𝑠 𝐸𝑥𝑖𝑙𝑒́𝑠 𝑒𝑡 𝐷𝑒𝑠 𝑃𝑒𝑟𝑑𝑢𝑠 𝐶𝑜𝑟𝑟𝑜𝑚𝑝𝑢𝑠 [Vᴋᴏᴏᴋᴍɪɴ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora