Los muertos no hablan.

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-¡Eh! ¡Usted!- gritó el vigilante desde la cabina- ¿Qué acaba de hacer? ¿Qué tenía el jovencito en la cara para que usted le pegara la bala en el cerebro?- inquirió con ansiedad.
El hombre que enfundaba la escopeta y pisaba los casquillos se dio media vuelta con rapidez. El espanto acompañaba sus facciones cansadas y el terror tenia presa a sus ojos. Los músculos de su cuello parecieron relajarse al ver al anciano trabajador hacerle frenéticas señas con las manos.

-Mi señor- comenzó el hombre del gobierno y jefe de seguridad con marcada parsimonia -Le ruego no grite. Los habitantes ya están agitados-

-¿Dónde está su gente, jefe? Le juro que oí los golpes y los gritos cuando regresé del túnel. Los infelices huyeron y luego yo lo llamé a usted-

-La gente duerme. Aquí el trabajo se le reditúa a los que no lo hacen- contestó el jefe con mucha más calma de la que aparentaba tener.

Para cuándo el hombre del gobierno había llegado, el penúltimo tren ya partía rumbo a la capital. El muchacho tenía media pierna y un brazo desprendidos del cuerpo cuando el potro apenas tocaba las vías con sus cascos.
Los asesinos habían huido y en Valle no había patrullas dispuestas a continuar la labor a altas horas de la noche. Por lo tanto, el jefe mismo tuvo que ensillar al caballo y partir a la estación.

El estómago le dio tremendos giros en el interior al ver el inmundo estado en el que había quedado el niño. Inspeccionó con escrupulosa insistencia el cuerpo, tratando de hallar evidencias y rastros de lo que pudo acontecer en el altercado o data sobre su identidad.
Sin tener éxito luego de palpar sus ropas y revisar cada bolsillo y compartimiento de su gastado saco, colocó su gabardina sobre el cadáver a modo de mortaja, en espera de la llegada de los seminaristas que santificarían el alma del pobre desgraciado.

De cerca y aún con el rostro destrozado se podía apreciar cuán joven había sido en vida. Era lo que había sido; un imberbe peón de campo.

Justo cuándo daba media vuelta con el deseo de hallar a toda costa el telégrafo más cercano escuchó un débil pero doloroso gemido de agonía proveniente -más y nada menos- del bulto recién cubierto.

El jefe se acercó dando altibajos, y al retirar cautelosamente la gabardina para descubrir el rostro, todo el valor y profesionalismo del que había tenido que hacer acopio se escurrió como el sudor de su cuerpo, al igual que el vómito por su barbada fez unos segundos después.

Los ojos del muchacho; abiertos como platos y de un verde aceituna poco particular en los criollos, temblaban frenéticamente mientras miraban a la nada, en tanto su boca, de la cual corría un hilo de sangre que se deslizaba hasta el cuello, se abría y cerraba cada pocos segundos. Ningún sonido emanaba de ahí, sin embargo sus labios parecían moverse intentando articular palabras.
Aquello fue lo que dio a ceder al pánico del jefe.

La escena era grotesca. No podía estar vivo. Era imposible. Era inaudito. ¡Era el diablo mismo el que quería apoderarse del cuerpo de aquel infeliz!

Presa del terror, hizo lo que tenía que hacer. Con las manos temblándole desenfundo su escopeta y apuntó

-El señor cuida de nosotros...- recitó en un murmullo acompasado por el silbar del viento contra las ramas de los olivos.
Se persigno y tiró del gatillo. Luego de eso los labios del niño trigueño dejaron de moverse.

Un viento helado traspasó como lo harían miles de flechas aborígenes las entrañas del jefe. Jamás había sentido tanto el temblar de sus huesos bajo su carne. Ni siquiera en los casos más siniestros ni en las tertulias más avivadas. Con un último aliento de valentía el hombre del gobierno arrastro el pesado bulto a orilla de las vías y al soltarlo se persigno nuevamente.

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⏰ Última actualización: May 24, 2016 ⏰

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