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Las manos de Gabriel estaban atadas tras su espalda por una cadena. Sus piernas estaban igual, apretadas con tal fuerza que le era imposible realizar cualquier movimiento. Tenía una venda en los ojos y una mordaza sobre su boca. No podía ver ni hablar, solo sentir.

Gabriel Piccignoni era una página en blanco. No había ningún recuerdo en su mente más allá de su nombre. No sabía por qué estaba, pero sabía que habían pasado al menos tres días desde que despertó amarrado en aquella habitación vacía y oscura. Estaba entumecido. Nada venía a su mente cuando pensaba sobre sí mismo. Todo estaba vacío, un espacio en blanco donde debería haber memorias de toda una vida.

Aunque Gabriel no recordaba ni el más leve aspecto de su vida, sabía que sus captores lo conocían. Le decían Gabriel una y otra vez, burlándose de su apellido como si él tuviera alguna idea de lo que significaba. Piccignoni. ¿Qué había en ese apellido que era suficiente para generar tal desprecio de personas a las que ni siquiera podía ver?

Gabriel estaba cansado. Estar confinado a una silla durante tanto tiempo le generaba bastante agotamiento, pues sus movimientos eran en extremo limitados. Quería dormír al menos por unas horas, pero era imposible en su posición actual. Habían pasado horas desde la última vez que le llevaron agua y su garganta empezaba a arder.

Le dolía estar ahí sin idea de por qué. ¿Era una mala persona? ¿Era hijo de una familia rica? ¿Acaso había enojado a alguien? ¿Tenía una novia o novio psicópata que había decidido secuestrarlo? Tantas ideas, y ninguna parecía correcta.

Gabriel se había acostumbrado a las personas que iban y venían a aquella habitación. Hombres grandes y rudos con un peculiar acento que recordaba vagamente. Todos lo insultaban y torturaban de cada manera posible. A veces le lanzaban agua fría y lo dejaban solo en aquella habitación. Otras simplemente lo golpeaban hasta que el sabor de su propio sangre dejaba de darle náuseas. Todos los golpes sanaban después de unos días, pero aún así dolían. Todo le dolía, en realidad.

A Gabriel le parecía extraño que estuvieran golpeándolo tanto pero que aún no lo mataran. Ninguno de los hombres que escuchaba tenía algún tipo de rencor personal hacia él o deseo de asesinarlo, solo estaban furiosos de que perteneciera a la familia Piccignoni. Extraño, ya que Gabriel ni siquiera recordaba a su familia.

Tenía recuerdos vagos, sí. Imágenes borrosas de una mujer amable y triste que siempre le preguntaba cómo estaba, a pesar de lo cansada que ella misma lucía. Era una mujer muy hermosa, aunque desgastada por un trabajo demasiado intenso para alguien de su complexión. Ella era la única persona en la que pensaba cuando se trataba de familiares, incluso si no recordaba nada más sobre su supuesta famila. Aparte de que eran italianos, no sabía nada más sobre ellos. Tal vez eran millonarios, aunque no podía recordarlo.

Gabriel estaba recibiendo una golpiza peculiarmente fuerte aquel día. Luciano, uno de los hombres que venía a diario, descargaba todas sus frustraciones sobre el diminuto chico que colgaba de una soga amarrada al techo. El hombre estaba muy molesto, mucho más de lo usual. Sus golpes eran despiadados, cayendo sobre sus costillas con una fuerza que le sacaba el aire en cuestión de segundos. Juraría que uno de sus huesos estaba roto, pero la venda en sus ojos le impedía verificar su propio cuerpo.

-Gabi, me entristece que tú estadía aquí esté terminando- decía Luciano mientras asestaba puñetazos en los costados del joven castaño.

Gabriel no podía responder nada en absoluto. Su boca seguía amordazada, y los únicos sonidos que salían de entre sus labios eran silenciados por la tela. Gemidos y jadeos que no podían oírse.

-Padre ya se cansó de esperar por tí- siguió hablando Luciano. -Me temo que morirás hoy. En unas horas para ser sincero.

Ya basta, quería gritar.

-Es una lástima. Quería probarte.

Detente.

-Siempre me he preguntado si eres tan suave como pareces.

Basta.

-Es una pena. Morirás tan joven.

¡Cállate!

Sintiendo una fuerza imponente surgir dentro de un lugar desconocido en su interior, Gabriel levantó su pierna izquierda y le dió una patada en la entrepierna a Luciano. Hizo que el hombre se tambaleara hacia atrás, pero no tuvo ninguna satisfacción al defenderse por primera vez desde que llegó a aquella habitación desierta.

Luciano se levantó rápidamente. Su mano aterrizó sobre la mejilla de Gabriel en una dolorosa bofetada que le volteó el rostro a un lado. La sangre se deslizó por su rostro a medida que las lágrimas bajaban de sus ojos, producto del impacto. Gabriel no pudo recuperarse antes de recibir otra bofetada igual de fuerte. Ésta vez se mordió la lengua por accidente y el sabor metálico de la sangre entró a su boca. Quería vomitar, pero la mordaza se lo impidió.

-Maldito Piccignoni.

Luciano se fue poco después, no sin antes escupirle en el rostro a Gabriel.

De vuelta en la soledad, Gabriel sintió que su muerte se aproximaba lentamente. Podría morir en cualquier momento, no importaba si estaba preparado o no. Era inevitable, después de todo.

Las horas se arrastraron con una irritante lentitud hasta que Gabriel oyó una voz conocido por segunda vez ese día. Era Dante, otro de los hombres que venía a la habitación una o dos veces al día. Dante, a diferencia de los otros, nunca hablaba. Solo jalaba el cabello de Gabriel para mirarle el rostro y se alejaba después, sin pronunciar ni una sola palabra. Ese día sujetó a Gabriel de la cintura y lo sacó de la habitación con agresividad. Fue arrastrando al chico hacia afuera, moviéndose sin cuidado alguno.

Gabriel no supo dónde estaba hasta que le quitaron la venda de los ojos. La luz del sol fue tan intensa para sus ojos que no pudo ver hacia arriba por más de tres segundos. Sus orbes azules ardían, tras haber estado sumergido en la oscuridad de esa habitación por más de una semana. Ni siquiera se esforzó en ver, solo bajó la mirada y escuchó todo lo que ocurría a su alrededor.

Dante habló con Luciano, ambos riéndose a medida que Gabriel era arrastrado hacia adelante. El chico apenas era consciente de sus pisadas, así que no puso mucha atención a la conversación de sus dos captores.

Gabriel no mostró ninguna emoción cuando sintió que lo obligaban a arrodillarse. Con los ojos cerrados, se obligó a no ver nada mientras sentía que le amarraban una cadena alrededor de su cuello. Oyó varias palabras en un idioma desconocido para él. En solo segundos alguien jaló la cadena, robándole el aliento de inmediato. No podía respirar, y luchó contra las manos que lo asfixiaban. Habría muerto bastante rápido de no ser por una conmoción que se escuchó desde lejos.

-Maldición- oyó murmurar a Dante, segundos antes de sentir que le lanzaban lejos.

Gabriel aterrizó sobre su costado, palpando todo con las manos. Era una superficie dura y rocosa: una carretera. Lo habían lanzado a una carretera.

El pánico creció dentro de él mientras oía varios motores acercándose en su dirección. Pensó que moriría de todos modos y que haber escapado de Dante y Luciano había sido un acto inútil. En un último esfuerzo por morir de algún modo ligeramente digno, Gabriel abrió los ojos para ver quién sería su ángel de la muerte. Vio hombres con armas, todos con el mismo tono de piel morena que Gabriel no supo localizar geográficamente. Ninguno parecía interesado en lastimarlo, pero su aspecto era aterrador.

Gabriel solo supo que no iba a morir cuando sintió una par de brazos a su alrededor y se dió cuenta de que lo estaban abrazando. Su visión seguía borrosa, por lo que no distinguió nada al principio. Luego logró ver a un hombre, casi tan fuerte como Dante, abrazándolo fuertemente mientras repetía la misma palabra una y otra vez.

-Piccolo.

Gabriel no reconocía al hombre. Pero supo que el hombre sí lo conocía a él tan pronto como escuchó lo que decía.

-Lo siento tanto, Gabriel. Te amo, piccolo. No volveré a abandonarte.

Puede que el hombre sonara muy sincero. Pero Gabriel Piccignoni no recordaba nada.

-¿Quién eres?

El pequeño del mafioso (BxB)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora