Prólogo

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"A veces, las cosas parecen blancas o negras. Luz u oscuridad. Un viaje solo de ida entre la vida y la muerte, pero... aprendí que sólo nosotros somos dueños de nuestro destino y que sólo nosotros tenemos el poder de decidir."





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Un sonido rechinante vibraba en la sala cuando el viento golpeaba las ventanas. La brisa helada, incesante, llamaba al cristal y lo desgarraba en cada intento, aunque eso no despertó al joven que descansaba en el interior de la habitación, a resguardo del duro invierno que caía en la capital. El cielo estaba tan gris que no dejaba pasar ni un rayo de sol y la nieve se aposentaba en el borde desgastado de madera de la ventana, acumulándose poco a poco.

A pesar del frío en el exterior de aquel cuarto, aquel joven se retorcía entre las sábanas, con la frente húmeda y el pecho descubierto. Se aferraba a aquella tela que lo envolvía entre sueños, y de pronto, sus ojos se abren de par en par, dejando ver un imponente color verde que destacaba con el pálido paisaje que se podía ver desde aquella misma ventana.  Con miedo, el chico mira a su alrededor varias veces, se puso en pie a toda prisa y con un solo movimiento, cerró por completo la ventana para que dejara de rechinar.

Su respiración era agitada, sus manos temblaban y sus pupilas recorrían la habitación sin parar, una y otra vez, como si temiera que algo entre las sombras le atacara. A pesar de su altura, el chico tan solo parecía un niño recién salido del colegio, debido a sus facciones aniñadas y su mirada aterrada.

Con la nuca empapada en sudor, el chico se arrodilla frente a una palangana, pálido, como si hubiera visto a la misma muerte en sueños, y sus propios ojos le devuelven la mirada en el reflejo del agua. 

Entre temblores, el chico se toca la cara, llena de heridas y cicatrices y trata de recogerse su larga melena rubia en un improvisado recogido en la parte baja de la cabeza. En silencio, el chico mira su reflejo y las lágrimas empiezan a empañarle la vista. Algo disgustado y con lentitud, se limpia la cara con el agua de la palangana. Tras unos segundos de silencio, se escuchan un par de golpes en la puerta.

Durante un segundo, el joven se sobresalta, aunque una voz tras la puerta hace que se relaje.

—Buenos días, ¿listo para irnos?

—Cinco minutos. Esperadme abajo.

Un suspiro sigue a las palabras del ojiverde y después unos pasos que se dirigían escaleras abajo. El muchacho se asea rápidamente y decide vestirse y recoger sus cosas. Apenas habían pasado ocho horas desde que habían llegado a aquel lugar y ya tendría que abandonarlo. 

Con todo preparado y con pesadez en los músculos del joven, que parecían resentidos por alguna pelea del día de antes, este baja las escaleras. 

Tres figuras le esperan en la planta baja de aquella posada, todos parecen igual de jóvenes y asustados que él, por lo que el muchacho rubio no puede evitar sentir una punzada de culpabilidad que le oprime el pecho. 

—¿Seguro que estás bien? - pregunta la figura femenina. Unos enormes ojos azules, del mismo tono que el mar en la noche, se fijan en los irises verdosos del chico, quien aparta la mirada enseguida, aun sintiendo aquel extraño dolor en el pecho. 

—La prioridad es poneros a vosotros a salvo. Ya tendremos tiempo de hablar cuando llegue ese momento. 

La joven se encoge en el sitio, mirando a sua otros dos compañeros con miedo, y estos le devuelven la mirada antes de agachar la capeza con pesar y rendirse ante las palabras del rubio. 

Los cuatro salen entonces de la posada, sin dar ninguna explicación o despedida, se montan por parejas en los dos caballos que habían traído y retoman el viaje. 

El Retorno del MagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora