Capítulo 3: Demasiado

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—Un aasimar, ¿eh? ¿Eso no era como una especie de ángeles o algo asi? -la niña se sentó al borde de la cama, mirando al chico con aparente alegría.

—Somos una raza rara de celestiales, que nada tienen que ver con los ángeles -protestó con ligera indignación el rubio, que volvió a cubrirse las orejas con recelo.

—¿Y qué tenéis de especial? -volvió a preguntar, mientras balanceaba las piernas con inocencia. Fenris estaba tratando de descifrar su expresión o sus intenciones, pero no llegaba a ver más allá de la curiosidad de una niña.

—Tengo mucha hambre, ¿por qué no te largas y me dejas comer tranquilo?

Ella detuvo el movimiento de bamboleo de sus piernas y le miró arqueando las cejas hacia abajo, como si se hubiera ofendido. Bajó de la cama de un pequeño salto y luego miró hacia la puerta.

—Pero... le dije a todos los chicos del pueblo que podían visitarte y verte las orej...

—¿Les has dicho eso? -el temor de Fenris se incrementó en un solo instante. Sus ojos refulgieron ira, pero sobretodo, terror. Señaló la puerta con tanta violencia que el plato estuvo apunto de caérsele del regazo-. Largo de aquí, y no vuelvas ni traigas a nadie. Me iré en cuanto tenga el tobillo bien, pero te aseguro que no dejaré que nadie entre en esta habitación.

La niña prácticamente salió despavorida, con los ojos llorosos. Fenris tampoco estaba muy contento con su comportamiento, pues se apartó la bandeja de las piernas y se llevó las manos al pelo.

Su mirada vagaba errática por toda la habitación, sin coherencia, sin un orden concreto, a toda velocidad, como si estuviera entrando en un ataque de pánico.

¿Y si le estaban persiguiendo? ¿Y si había más de esos monstruos? ¿Y si llegaban hasta aquel pueblo?

Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos verdes, el color estaba tan apagado que casi parecían grises, y no había vida en ellos, tan solo miedo. Quería volver a casa. Quería volver a sus amigos. Quería olvidar.

Quería simplemente desaparecer.

Pasaron los minutos, puede que horas, pero el apetito no le volvió. El solo pensar en comer le revolvía las entrañas, asi que dejó la bandeja en el suelo finalmente y volvió a intentar dormir. El cansancio le pudo, y apenas pasaron unos segundos cuando ya estaba volviendo a soñar.

Gritos desgarradores retumbaban en sus oídos, como campanas de una iglesia. Eran tan altos que no podía escuchar sus propios pensamientos. Estaba en medio del bosque. Solo. Oculto por una densa neblina que parecía acariciarle como si le hiciera gracia toda aquella situación. Fenris trataba de taparse los oídos pero no era capaz de amortiguar el sonido de aquellos gritos.

Y de pronto, un dolor tan intenso le atravesó el cuerpo que se despertó al instante.

Abrió los ojos, aterrado, y su tobillo se quejó por él. Se destapó rápidamente y se dio cuenta de que se había movido tanto en sueños que se había retorcido el pie él mismo mientras dormía. Se notaba la cara ardiendo, y cuando se llevó la mano para limpiarse el sudor, se dio cuenta de que eran lágrimas.

La puerta volvió a abrirse de par en par, esta vez, una pareja de lo que parecían granjeros entró con rapidez. Estaba muy aturdido como para preguntarles nada, pero le sirvieron agua y le pusieron paños fríos en la frente. La mujer le ofreció algo para tomar junto con el agua. Una especie de mejunge de color dorado en una cuchara de madera. No le dieron tiempo para opinar, simplemente le metieron la cuchara en la boca y mientras él veía cómo se movían a su alrededor, los ojos empezaron a cerrársele.

Así pasaron un par de semanas. Todas las noches, aquella mujer se quedaba con él sin dormir, sentada en una hamaca mientras tejía y cada vez que las pesadillas le despertaban, recibía una cucharada de aquel mejunge que por mucho que le doliera a Fenris, sabía especialmente bien, algo parecido a miel con limón y alguna planta para dormir que el chico no conocía.

El Retorno del MagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora