Cazadores (Lynn Santiago)

32 5 1
                                    

Uno

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Uno. Dos. Tres pasos en la oscuridad del bosque, amparado por la fauna nocturna que se empeña en mantener la noche tan activa como el día. El hombre carga el rifle Remington de forma relajada, el arma es en esencia ligera, pero extremadamente potente.

Uno, dos, tres... cuatro. Ese último paso sella su destino. Lo ha dado tantas veces que incluso lo presiente con un vuelco en el estómago. Es inevitable. El pie resbala sobre el musgo, provocando una torcedura de tobillo. Trata de recuperar el control, pero termina cayendo de bruces y es allí donde comienza la agonía.

El suelo no le sostiene, se abre bajo el peso de su cuerpo con hambrientas fauces. Las entrañas de la tierra están cubiertas en restos de piel y cabello, el único recuerdo de la ofrenda de aquellos que cayeron antes que él. 

En el fondo le esperan. Hombres, mujeres, niños. Se han convertido en uno con la tierra. Manos grumosas tratan de detener su caída, por un momento tienen la esperanza de que el cazador sobreviva, que de testimonio de su existencia. Acarician su espalda, tanteando. Frustrados al no descubrir lo que anhelan, las manos forjadas de tierra se convierten en garras de obsidiana que destrozan su piel.

—Uno más, uno nuestro.

Las manos que en un principio le ayudaron ahora le arrastran hacia el fondo para utilizarlo como escalón en su empeño de ascenso. Sus huesos serán balaustres y su cráneo, una vez limpio por los hambrientos gusanos, será un escalón más entre tantos. Olvidado, se convertirá en un peldaño en la escalera a la nada, tal como sus predecesores.

Solo ellas conocen los nombres de los muertos...

Arriba, al borde del infierno, cuya boca está disimulada por suave y fragante verde, cuatro figuras se asoman al abismo.

Impasibles, hacen caso omiso de los ruegos; no se afectan por las imprecaciones. Sus rostros ocultos por elaboradas capuchas solo permiten asomar máscaras de porcelana.

La tela no es suficiente para hacerles inescrutables.

El hombre trata de gritar, pero en su garganta ya se han acomodado las larvas que comerán su carne. Hierven y explotan con cada intento de protesta, adentrándose hasta sus pulmones.

¿Será posible? ¿Habrán escuchado su súplica? Las máscaras son retiradas y lanzadas al abismo. Caen a sus pies, blanca porcelana sobre la cual se dibujan muecas negras, lágrimas rojas.

Los rostros tras el antifaz son terribles. Huecos por ojos de donde brotan fuentes de sangre.

—¿Crees que alguna vez les crecerán alas?

La... ¿mujer? de sangre negra y cabello igualmente oscuro habla a la única figura que aún no se ha deshecho de su máscara. Otras dos, copias de la primera, ríen mostrando hileras de dientes afilados. La silente ladea su rostro, indicando que ha de expresarse, pero no hasta que sus hermanas guarden silencio. Solo entonces su voz se escucha haciendo eco contra la porcelana, voz que escapa a labios por siempre trazados en una expresión entretenida.

La hora del Terror 4Donde viven las historias. Descúbrelo ahora