Capítulo 3: Un déjà vu bajo estrellas

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Estaba mirando las llamas de la fogata cuando alguien me tocó el hombro.

—Anna— dijo Sam. —Toni nos ha dicho antes de que llegaras que va a haber una lluvia de estrellas fugaces—.

—Sí. Antes las llamaban lágrimas de San Lorenzo— confirmó Toni. —Lo malo es que por la contaminación, apenas se ven desde aquí. Tenemos que ir a un lugar sin luces, y así a lo mejor podremos ver alguna— explicó.

—Vaya... yo nunca he visto estrellas fugaces. Y si las he visto, no lo recuerdo— dijo Mike, pensativo.

—Tú tenías unos siete años cuando ocurrió la pandemia. Después de eso, pasó todo lo demás...— dijo André sin llegar a terminar.

—¿Qué ocurrió?— pregunté yo.

—Pues...— Sam comenzó pero negó con la cabeza antes de seguir.

—Deberíamos ir a las casas abandonadas a ver la lluvia de estrellas— terminó diciendo.

Asentí. No sabía qué había ocurrido, pero tampoco insistí.

André cogió una mochila que había junto a él y Toni hizo lo mismo.

Nos levantamos todos y caminamos hacia las casas abandonadas. No sabía dónde estaban, por suerte ellos sí.

Nadie nos preguntó dónde íbamos. Supuse que era costumbre que la gente diera paseos nocturnos.

Estuvimos caminando media hora. Resultó ser que el lugar donde íbamos, estaba al otro lado de la ciudad. No era una ciudad tan pequeña después de todo.

Y pensar que creía que era un campamento.

Cuando llegamos al lugar que ellos llamaban la Zona, pude ver un par de casas bastante antiguas que estaban algo deterioradas, probablemente por el tiempo.

Entramos fácilmente en una de las casas, cuya puerta estaba semiabierta  —seguro que porque no éramos los primeros en ir— y subimos unas escaleras de madera que chirriaban con cada paso que dábamos. Tuvimos que subir de uno en uno, porque lo último que le faltaban a esas escaleras era que mucho peso se pusiera sobre ellas.

Cuando llegamos al segundo piso, vi que estaba en peores condiciones que el anterior. Había agujeros en el suelo, paredes y techo. También muebles desperdigados por las habitaciones, o lo que quedaba de ellas. Algunas cosas estaban quemadas.

La vegetación que rodeaba la casa, entraba por algunas ventanas sin cristales, pasando hasta el interior del edificio en algunos puntos.

Subimos de nuevo por unas escaleras, esa vez de metal. A cada paso, estas se zarandeaban, haciendo que temiera por mi vida cada vez que movía un pie.

Cuando subí, abrí los ojos como platos, sin creer lo que veía.

Era una sala enorme, casi vacía. Un gran observatorio que desde fuera no se veía por la falta de luz.

Una enorme cúpula de cristal, en casi perfectas condiciones salvo unos rasguños, se erigía sobre nosotros, dejando ver un cielo nocturno del que parecían haberse caído casi todas las estrellas.

Aún así, se veían más que donde la fogata de la cabaña.

No había nada de luz, pero por suerte, habían traído unas cuantas linternas. Una para cada uno.

André fue el que primero llegó, y cuando lo hizo, agarró una tela enorme y tiró de ella, dejando al descubierto unos sofás, y algunas sillas y sillones antiguos.

Había un telescopio grande en el centro de la sala. No sabía si funcionaría, así que me sorprendí bastante cuando me acerqué a él y pude ver más allá de lo que quedaba a simple vista.

Diario de un presente apocalípticoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora