Veo con detenimiento cada uno de los movimientos que realiza el azabache frente a mí. No puedo apartar mi vista de tan gloriosa imagen que me ofrece su espalda llena de lunares, me gustaría escribir mi nombre ahí, pero sé que jamás podría, no cuando estos encuentros son a escondidas, no cuando robamos miradas ansiosas y no cuando su corazón tiene la inscripción de otro nombre.
Juan Pablo toma del estante el perfume que ha dejado en mi casa y lo rocía con cuidado en su camiseta, así nadie sabrá de mi existencia y no sospecharán. Así estaremos a salvo.
Termina de arreglarse y antes de irse deja un beso en mi cabeza. Contengo las ganas de pedirle que se quede, porque pedir eso es una estupidez cuando ya sé la respuesta.