Capítulo 3. Célestine François.

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Nada más salir el sol sor Madeleine nos despierta a Maggie y a mí, y con el equipaje ya preparado, salimos de nuestra habitación. Solo llevamos una maleta pequeña cada una, no tenemos muchas cosas, ni siquiera nos han dejado volver a nuestra casa a recuperar nuestras pertenencias. No recuerdo cuál de todas las maestras nos lo dijo, pero aseguraron que nuestra tía Odette se haría cargo de trasladar a su domicilio todo lo que tenemos en casa.

Sor Brigitte está en la puerta, acaricia la cabeza de mi hermana, deseándole un feliz viaje y una grata estadía en París, y a mí me ordena que aprenda a ser una señorita cuanto antes para que Dios se sienta finalmente orgulloso de mí.

—Ante todo, señorita Célestine, el Señor perdona y permite a todos enmendar los errores. Le perdono su nefasto comportamiento en esta Congregación y confío en que será una mujer de provecho llegado el momento.

Hay una extraña calma en todo lo que dice que me resulta inusitada. Jamás me había hablado de esta manera tan apaciguadora, la verdad es que lo agradezco, pero no le perdono su malvada jugada de forzar a mi tía a internarme en un correccional. Tal vez por eso me hable así, porque ella misma sabe que ha sido cruel y que Dios lo ha visto, puede que el Señor le haya obligado a decir eso para redimirse. Vieja bruja, la odio.

Con sor Madeleine nos subimos a un autobús y ponemos rumbo a París, adiós Lyon, hasta nunca. No sé ni cómo se llama ese nuevo infierno al que me dirijo, no quiero saberlo, no me gustan los sitios con maestros. La hermana Madeleine no deja de maldecir a la educación mixta y a un tal Vincent Auriol, creo que es el presidente del país. Deduzco que la tía Odette me ha matriculado en un lugar que ella no aprueba, pero no alcanzo a comprender a qué se refiere exactamente, y no quiero preguntarle, solo dice que es un lugar lejos de la mano de Dios. No sé qué me da más miedo, que Dios me abofetee con su mano o que no pueda llegar hasta mí.

Pequeñas gotas del otoño se deslizan quejumbrosas con el vaivén del transporte, casi forzadas a descender por el cristal, dejando surcos naturales y cristalinos en el vaho de la ventana. El traqueteo del autobús me ronronea y me hace cerrar los ojos ligeramente, pero no quiero dormirme delante de ese demonio de cara arrugada y monjil viejo, no sé por qué, me aterroriza la idea, no puedo quedarme dormida con una monja tan cerca.

El vehículo se detiene en una calle bastante transitada, estamos en París porque distingo no demasiado lejos la torre Eiffel, sonrío, pensé que nunca en mi vida la vería en persona

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El vehículo se detiene en una calle bastante transitada, estamos en París porque distingo no demasiado lejos la torre Eiffel, sonrío, pensé que nunca en mi vida la vería en persona. Madeleine no me permite bajarme del autobús, ni siquiera moverme. Acompaña a mi hermana a la salida del automóvil y allí, esperándola como una madre lo haría cuando su hija vuelve del colegio, hay una mujer joven y bella, bien vestida, que se presenta y le coge la mano. Obviamente no escucho la conversación, pero ambas tienen bellas sonrisas en sus labios, ni siquiera me miran para despedirse de mí.

Miento, Maggie se gira y me hace un ademán con la mano para decirme adiós, pero la sonrisa que me muestra no es de absoluta felicidad y apoyo. Es como una sonrisa que me recrimina que podría estar con ella, y que por mi única culpa no es así. Puede que no sea su sonrisa y sea mi propia conciencia reprendiéndome por ser tan mala alumna. Lo cierto es que me da igual, pongo las rodillas sobre el asiento para poder ver a Marguerite hasta que la visión me lo permita mientras el transporte sigue avanzando, pero eso escandaliza a mi acompañante, que tira de mi falda y me obliga a sentarme correctamente.

Puentes de cristal (LJI, #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora