Capitulo 1

136 4 0
                                    

El océano tenía un efecto hipnótico. Dione se entregaba a él sin  resistencia, contemplando plácidamente las olas de color turquesa  que ondulaban sobre el blanco cegador de la arena. No era una  persona perezosa, pero le gustaba sentarse en la terraza de la casa  alquilada  con  las  piernas  largas  y  bronceadas  estiradas  y  apoyadas  sobre la barandilla, sin hacer nada más que mirar las olas y escuchar  el fragor sofocado del agua que fluía y refluía. Las blancas gaviotas  caían en picado, entrando y saliendo de su campo de visión, y sus  agudos chillidos se sumaban a la sinfonía del viento y las olas. A su  derecha,  la  enorme  esfera  dorada  del  sol  incendiaba  el  mar  al  hundirse  entre  sus  aguas.  Habría  servido  para  una  fotografía  memorable, pero Dione se resistía a abandonar su asiento para ir en  busca de la cámara. Había sido un día glorioso y, para celebrarlo,  sólo había acometido el esfuerzo de pasear por la playa y nadar en el  golfo de México, teñido de azul y verde. Dios, qué vida. Era tan  dulce, que resultaba casi pecaminosa. Aquéllas eran las vacaciones  perfectas.

            Durante dos semanas había vagado, felizmente sola e indolente,  por las arenas de Panamá City, Florida, blancas como el azúcar. En la  casa de la playa no había reloj, ni ella se había puesto el suyo desde  su llegada, pues el tiempo no importaba. A cualquier hora que se  levantara, sabía que, si tenía hambre y no le apetecía cocinar, siempre  podía llegar caminando a algún lugar donde comprar algo de comer.  En verano, Miracle Strip no dormía. Era de sol a sol una fiesta que se  renovaba constantemente desde el final de las clases hasta el puente  del Día del Trabajo. Iban los estudiantes y los solteros que buscaban  pasar un buen rato; iban las familias en busca de unas vacaciones sin  preocupaciones;  y  también  iban  profesionales  liberales  que  sólo  buscaban  una  oportunidad  de  relajarse  y  descansar  junto  a  las  deslumbrantes  aguas  del  Golfo.  Dione  se  sentía  completamente  renacida tras aquellas dos deliciosas semanas. 
                 Un velero de colores tan vistosos como los de una mariposa  atrajo  su  atención,  y  se  quedó  mirándolo  mientras  se  deslizaba  suavemente hacia la orilla. Estaba tan distraída mirando el barco que  no  reparó  en  el  hombre  que  se  acercaba  a  la  terraza  hasta  que  comenzó a subir los escalones y la alertó el crujir de la madera. Giró  la cabeza sin prisa, con un movimiento grácil y despreocupado, pero  su cuerpo se tensó de inmediato, listo para ponerse en acción, a pesar  de que no había abandonado su postura relajada.  Un hombre alto y de pelo cano la miraba, y lo primero que  pensó fue que no encajaba en aquel escenario. PC., como se conocía a
aquella ciudad turística, era un lugar tranquilo e informal. Aquel  hombre iba vestido con un impecable traje de tres piezas, y llevaba  los  pies  enfundados  en  zapatos  italianos  de  finísima  piel.  Dione  pensó fugazmente que tendría los zapatos llenos de la arenilla suelta  que se metía en todas partes. 

—¿Señorita Kelley? —preguntó él amablemente. 
Dione enarcó sus finas y negras cejas en un gesto de asombro,  pero retiró los pies de la barandilla y se levantó al tiempo que le  tendía la mano. 
—Sí, soy Dione Kelley. ¿Y usted es? 
—Richard Dylan —dijo y, tomando su mano, se la estrechó con  firmeza—.  Sé  que  está  de  vacaciones,  señorita  Kelley,  pero  es  importante que hable con usted.  —Siéntese, por favor —dijo Dione indicándole una tumbona  junto a la que acababa de desocupar. Volvió a sentarse, estiró las  piernas y apoyó los pies descalzos en la barandilla—.¿Puedo hacer  algo por usted? 
—Sí, en efecto —contestó él con vehemencia—. Le escribí hará  un mes y medio hablándole de un paciente del que me gustaría que  se hiciera cargo: Harry Remington.
  Dione frunció el ceño ligeramente. 
—Sí, lo recuerdo. Pero contesté a su carta antes de irme de  vacaciones, señor Remington. ¿No ha recibido mi carta? 
—Sí, sí —reconoció él—. He venido a pedirle que reconsidere la  cuestión.  Hay  circunstancias  atenuantes,  y  su  estado  se  deteriora  rápidamente. Estoy convencido de que podría usted... 
—Yo  no  obro  milagros  —le  interrumpió  con  suavidad—.Y  tengo  otros  casos  en  espera.  ¿Por  qué  iba  a  anteponer  al  señor  Remington a otras personas que necesitan mis servicios tanto como  él? 
—¿Se  están  muriendo  esas  personas?  —preguntó  él  sin  ambages. 
—¿Se está muriendo el señor Remington? Según me decía en su  carta, la última operación fue un éxito. Hay otros fisioterapeutas tan  cualificados como yo, si es que hay algún motivo por el que el señor  Remington necesite terapia en este momento. 
Richard Dylan contempló el Golfo de color turquesa, las olas  coronadas de oro por el sol poniente. 
—Harry Remington no vivirá otro año —dijo, y una expresión  sombría cruzó su semblante fuerte y austero—.Al menos, tal y como  está  ahora.  Verá,  señorita  Kelley,  no  cree  que  pueda  volver  a  caminar,  y  se  ha  dado  por  vencido.  Se  está  dejando  morir  a  conciencia. No come; rara vez duerme; se niega a salir de casa.

Amanecer contigo- H.S.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora