Capítulo 4

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Dione yacía despierta, contemplando la filigrana de luces que la  luna nueva proyectaba sobre el techo blanco. Richard había obrado  milagros y esa noche, durante la cena, le había dicho que el gimnasio  estaba  listo  para  usarse.  Pero  su  problema  era Harry. Inexplicablemente,  había  vuelto  a  replegarse  sobre  sí  mismo  y  parecía  deprimido.  Comía  lo  que  Alberta  le  ponía  delante,  y  permanecía  callado,  sin  quejarse,  mientras  Dione le  ejercitaba  las  piernas, pero todo aquello era mala señal. La rehabilitación no era  algo que un paciente tuviera que aceptar pasivamente, como hacía  Harry. De momento  podía quedarse tumbado y dejar que ella le  moviera  las  piernas,  pero  cuando  empezaran  a  trabajar  en  el  gimnasio y en la piscina, tendría que participar activamente. 
        No  hablaba  con  ella  de  lo  que  le  preocupaba.  Dione  sabía  exactamente  cuándo  había  empezado  aquello,  pero  no  lograba  entender cuál había sido el detonante. Estaban lanzándose pullas el  uno al otro mientras ella le daba un masaje antes de empezar los  ejercicios,  y  de  repente  los  ojos  de  Harry habían  adquirido  una  mirada  inexpresiva  y  vacía.  Desde  entonces  no  había  vuelto  a  replicar a ninguna de sus bromas. Dione no creía que se debiera a  algo  que  ella  había  dicho;  ese  día,  sus  chanzas  habían  sido  inofensivas y alegres, debido a que Harry parecía encontrarse de  mucho mejor humor. 
        Dione giró la cabeza para leer el marcador luminoso del reloj y vio que era poco más de medianoche. Como hacía cada noche, se  levantó para ver cómo estaba Harry. No había oído los ruidos que  solía hacer cuando intentaba girarse, pero sus cavilaciones la tenían  preocupada.  En  cuanto  entró  en  su  cuarto  vio  que  sus  piernas  parecían  torcidas,  como  cuando  intentaba  cambiar  de  postura.  Le  puso  suavemente la mano izquierda sobre el hombro y la derecha sobre  las piernas, lista para moverlo. 
—¿Dione? 
         Su voz baja e insegura la sobresaltó, y retrocedió de un salto.  Estaba tan concentrada en sus piernas que no había notado que tenía  los ojos abiertos, aunque la luz de la luna que jugueteaba sobre la  cama era lo bastante intensa como para que le viera con claridad.
—Creía que estabas dormido —murmuró.  —¿Qué estabas haciendo?
  —Ayudarte  a  ponerte  de  lado.  Lo  hago  cada  noche.  Es  la  primera vez que te despiertas. 
—No, ya estaba despierto —un acento de curiosidad se filtró en  su voz mientras movía los hombros, inquieto—. ¿Quieres decir que  entras aquí cada noche para darme la vuelta?
  —Pareces  dormir  mejor  de  lado  —contestó  ella  a  modo  de  explicación.  Él soltó una risa breve y amarga.  —Duermo mejor boca abajo, o por lo menos así era antes. Hace  dos años que no duermo boca abajo. 
         La apacible intimidad de la noche, el cuarto iluminado por la  luna, daban la impresión de que eran las únicas personas sobre la faz  de la tierra. Dione percibía en él un profundo desaliento. Quizás él  sintiera  también  por  ella  una  extraña  complicidad;  quizás  ahora,  emboscado a medias en la oscuridad, quisiera hablarle de lo que le  angustiaba.  Dione  se  sentó  sin  vacilar  al  borde  de  la  cama  y  se  envolvió las piernas con el camisón.  —¿Qué  te  sucede,  Harry?  Hay  algo  que  te  inquieta  —dijo  suavemente. 
—Bingo  —masculló  él—.  ¿También  estudiaste  psicología  cuando te entrenabas para Superwoman? 
       Ella ignoró el sarcasmo y le puso una mano sobre el brazo. 
—Dímelo, por favor. Sea lo que sea, está interfiriendo en tu  terapia. El gimnasio está listo, pero tú no. 
—Eso podría habértelo dicho yo. Mira, todo esto es una pérdida  de tiempo —dijo, y Dione casi sintió su cansancio como una gran  piedra  que  le  oprimiera—.  Puedes  atiborrarme  de  vitaminas  y  estimular mi circulación, pero ¿puedes prometerme que volveré a ser  el de antes? ¿Es que no lo entiendes? No quiero sólo mejorar, ni  cualquier otra solución de compromiso. Si no puedo ser yo al cien  por cien, el mismo de antes, entonces no me interesa. 
         Ella se quedó callada. No, no podía prometerle de buena fe que  no sufriría ninguna discapacidad, una cojera o dificultades que le  acompañarían el resto de su vida. Según su experiencia, el cuerpo  humano podía recuperarse de manera prodigiosa, pero las lesiones  que sufría siempre dejaban vestigios de dolor y cicatrices. 
—¿Tanto  te  importaría  cojear?  —preguntó  por  fin— Yo  tampoco soy como me gustaría ser. Todo el mundo tiene debilidades,  pero no todos se dan por vencidos y se dejan marchitar por eso. ¿Y si  pudieras  cambiarte  por  Serena,  por  ejemplo?  ¿Querrías  que  se  quedara  ahí  tendida  y  se  fuera  deteriorando  lentamente  hasta convertirse en un vegetal?¿No querrías que luchase, que intentara  superar el problema con todas sus fuerzas? 
        Él levantó el antebrazo para taparse los ojos. 
—Juegas sucio, Dione. Sí, querría que Serena luchara. Pero yo  no soy Serena, ni mi vida es la de ella. Antes del accidente nunca me  había dado cuenta de lo importante que es la calidad de vida. Las  cosas que hacía eran temerarias y peligrosas, pero, Dios mío, ¡estaba  vivo! Nunca he sido un hombre de los que van a la oficina de nueve  a cinco. Preferiría estar muerto, aunque sé que millones de personas  son perfectamente felices con esa clase de rutina, y se conforman. Eso  está bien para ellos, pero no para mí. 
—¿Y una cojera te impediría volver a hacer todas esas cosas? — insistió  ella—.  Puedes  volver  a  tirarte  en  paracaídas,  o  escalar  montañas. Puedes seguir pilotando aviones. ¿Tan importante es el  ritmo al que andes que estás dispuesto a morir por eso?     
           Él bajó el brazo bruscamente y la miró. 
—¿Por qué te empeñas en decir eso? —preguntó con aspereza— . No recuerdo haberme tirado con la silla de ruedas por la escalera, si  es eso lo que estás pensando.  —No, pero te estás matando de otro modo. Estás dejando que  tu cuerpo muera de abandono. Richard estaba desesperado cuando  fue a buscarme a Florida. Me dijo que no vivirías otro año tal como  estabas, y después de verte creo que tenía razón. 
        Él se quedó callado, contemplando el techo que había mirado  ya más horas de las que Dione podía imaginar. Ella deseó estrecharle  en sus brazos y ofrecerle consuelo, como hacía con los niños con los  que  trabajaba;  Harry  era  un  hombre,  pero  parecía  tan  perdido  y  asustado  como  un  crío.  Turbada  de  pronto  por  aquella  extraña  necesidad de tocarle, cruzó los brazos con fuerza sobre el regazo.  —¿Cuál es tu debilidad? —preguntó él—. Has dicho que todo el  mundo tiene una. Háblame de tus tormentos, Dione. 
        La pregunta era tan inesperada que Dione no pudo refrenar una  oleada de dolor y un súbito estremecimiento que recorrió su cuerpo.  La debilidad de Harry era evidente, cualquiera podía verla en sus  piernas atrofiadas e inermes. La suya era también una herida que  casi había sido fatal, a pesar de que no se viera. Había habido una  época oscura en que la muerte le había parecido la salida más fácil,  un  suave  colchón  para  una  mente  y  un  cuerpo  vapuleados  que  habían recibido demasiados abusos. Pero, en el fondo de su alma,  había también una chispa de vida luminosa y enérgica que le había  impedido incluso intentarlo, como si supiera que dar el primer paso  sería  ya  demasiado.  Había  luchado,  y  vivía,  y  había  sanado  sus  heridas lo mejor posible.
—¿Qué ocurre? —insistió él suavemente—. Puedes husmear en  los secretos de los demás, así que ¿por qué no compartes un poco los  tuyos?  ¿Cuáles  son  tus  debilidades?  ¿Robas  en  las  tiendas?  ¿Te  acuestas con extraños? ¿Defraudas a Hacienda? 
        Dione se estremeció otra vez. Tenía las manos tan fuertemente  apretadas  que  se  le  transparentaban  los  nudillos.  No  podía  contárselo, al menos no todo, y sin embargo, en cierto modo, Harry  tenía derecho a conocer parte de su dolor. Ella ya había presenciado  gran parte del suyo, sabía lo que pensaba, conocía sus anhelos y su  desesperación.  Ningún  otro  paciente  le  había  exigido  tanto,  pero  Harry no era como los demás. Le estaba pidiendo más de lo que  pensaba, al igual que ella le pedía un esfuerzo sobrehumano. En el  fondo, Dione sabía que, si le rechazaba ahora, no volvería a confiar  en  ella.  Su  recuperación  dependía  de  ella,  de  la  confianza  que  pudiera establecer entre los dos. 
        Estaba temblando a ojos vista, su cuerpo se estremecía de la  cabeza a los pies. Sabía que la cama vibraba, sabía que él lo notaba.  Harry frunció las cejas y dijo en tono indeciso: 
—Dione, escucha, yo... 
—Soy  hija  ilegítima  —dijo  ella  con  esfuerzo  mientras  le  castañeteaban los dientes. El esfuerzo de hablar la hacía jadear, y  sentía  una  película  de  sudor  en  todo  el  cuerpo.  Respiró  con  un  sollozo que volvió a estremecerla y luego, haciendo un esfuerzo,  logró aquietar su cuerpo—. No sé quién era mi padre. Mi madre ni  siquiera sabía su nombre. Ella estaba borracha, él andaba por allí, y  en fin...Tuvo una hija. Yo. Pero no me quería. Me daba de comer,  supongo, ya que he vivido para contarlo. Pero nunca me abrazó, ni  me  besó,  ni  me  dijo  que  me  quería.  En  realidad,  aprovechaba  cualquier oportunidad para decirme que me odiaba, que detestaba  tener  que  ocuparse  de  mí,  que  ni  siquiera  soportaba  verme.  Seguramente me habría abandonado en un cubo de basura si no  hubiera sido por la paga de bienestar social que le daban por mí. 
—Eso no lo sabes —contestó, incorporándose sobre un codo. 
        Dione notó que le sorprendía el tono amargo de su voz, pero ahora  que había empezado, no podía parar. Tenía que soltar el veneno,  aunque la matara. 
—Me lo dijo ella —insistió con voz plana—.Ya sabes cómo son  los niños. Hacía todo lo que podía para intentar que me quisiera. No  podía tener más de tres años, pero recuerdo que me subía en las sillas y me aupaba a los armarios para llevarle la botella de whisky. No  servía de nada, claro. Aprendí a no llorar porque, si lloraba, me daba  una bofetada. Aprendí a comer lo que pudiera, si ella no estaba en  casa, o estaba borracha y se desmayaba. Pan duro, un trozo de queso, daba igual. A veces no había nada que comer porque ella se gastaba  toda la paga en whisky. Si esperaba un poco, acababa yéndose con  algún hombre y volvía con algún dinero, lo justo para aguantar hasta  la paga siguiente, o hasta el próximo hombre. 
—Dios mío, para —dijo él con aspereza, poniéndole la mano en  el brazo y zarandeándola. Ella se apartó bruscamente. 
—Tú has preguntado —dijo jadeando. Le dolían los pulmones  del esfuerzo que le costaba insuflar aire en su pecho constreñido—.  Así que tendrás que oírlo. Cada vez cometía el error de molestarla, y  para eso no hacía falta mucho, me pegaba. Una vez me tiró una  botella de whisky. Tuve suerte porque sólo me hice un pequeño corte  en la frente, aunque ella estaba tan enfadada por haberse quedado  sin el whisky que me pegó con el zapato. ¿Sabes qué me decía una y  otra vez? «Sólo eres una bastarda, y nadie quiere a una bastarda».  Una y otra vez, hasta que llegué a creérmelo. Recuerdo el día preciso  en  que  me  convencí  de  ello.  Era  mi  séptimo  cumpleaños.  Había  empezado a ir al colegio, ¿sabes?, y sabía que se suponía que los  cumpleaños tenían que ser algo especial. Era cuando tus padres te  hacían regalos para demostrarte cuánto te querían. Me desperté y fui  corriendo a su cuarto, convencida de que ese día por fin me querría.  Me  pegó  una  bofetada  por  haberla  despertado  y  me  metió  a  empujones en el armario. Me tuvo allí encerrada todo el día. Ésa era  la opinión que le merecía mi cumpleaños, ¿entiendes? Odiaba verme.  
        Estaba inclinada, el cuerpo crispado por el dolor, pero tenía los  ojos secos y doloridos. 
—A  los  diez  años  vivía  en  la  calle  —musitó;  las  fuerzas  empezaban a abandonarla—. Estaba mejor allí que en casa. No sé qué  fue de ella. Un día volví y la casa estaba vacía. 
         Su  áspera  respiración  era  el  único  sonido  que  se  oía  en  la  habitación. Harry yacía como petrificado, los ojos ardientes clavados  en  ella.  Dione  podría  haberse  derrumbado;  de  pronto  se  sentía  agotada. Haciendo un esfuerzo, se enderezó. 
—¿Alguna otra pregunta? —preguntó con voz apagada. 
—Sólo una —dijo Harry, y Dione se tensó dolorosamente, pero  no se quejó. Aguardó, preguntándose, exhausta, qué más querría  saber
—. ¿Al final te adoptó alguien? 
—No —susurró y, cerrando los ojos, se meció un poco—. Acabé  en un orfanato, un sitio como otro cualquiera. Tenía comida y un  lugar donde dormir, y podía ir al colegio con regularidad. Era demasiado  mayor  para  que  me  adoptaran,  y  nadie  quiso  acogerme.  Supongo  que  tenía  un  aspecto  demasiado  extraño. - moviéndose  como una anciana, se puso en pie y salió despacio de la habitación,  consciente de que el aire seguía cargado de preguntas que Harry quería formularle, pero ya había recordado suficiente.
        Daba igual lo  que hubiera conseguido, cuántos años hubieran pasado desde que  era una niña solitaria y desconcertada. La falta del amor de una  madre seguía siendo un vacío por llenar. El cariño materno era la  base de la vida de cualquier niño, y su ausencia la había dejado  lisiada por dentro, del mismo modo que el accidente había dejado  lisiado a Harry. 
         Se tumbó boca abajo en la cama y durmió profundamente, sin  soñar, pero al sonar la alarma del reloj se despejó al instante. Con el  paso de los años había aprendido a funcionar incluso cuando sentía  como si una parte de su ser hubiera sido masacrada, y así era como  se sentía esa mañana. Al principio tuvo que obligarse a cumplir la  rutina diaria, pero al cabo de un rato su dura autodisciplina tomó el  mando, y logró ahuyentar de su recuerdo la crisis de esa noche. No  permitiría  que  la  hundiera.  Tenía  una  labor  que  cumplir,  y  la  cumpliría.  Puede que llevara la determinación escrita en la cara cuando  entró en el dormitorio de Harry, porque él levantó las manos y dijo  con voz suave: 
—Me rindo. 
       Dione se paró en seco y lo miró inquisitivamente. Él sonreía un  poco; su cara pálida y delgada tenía una expresión fatigada, pero ya  no parecía una máscara de indiferencia. 
—Pero si ni siquiera te he atacado aún —protestó ella—. Así no  tiene gracia. 
—Sé cuando estoy en desventaja —hizo una mueca y admitió— : No sé cómo voy a rendirme sin haberlo intentando por lo menos  otra vez. Tú no te rendiste, y yo nunca me he acobardado ante un  desafío.    
        El nudo de angustia que Dione sentía en el estómago desde que  él había caído de nuevo en la depresión se fue aflojando lentamente  hasta deshacerse por completo. Su espíritu alzó el vuelo, y le dedicó  una sonrisa deslumbrante. Con su ayuda, se sentía capaz de hacer  cualquier cosa.
        Al principio apenas  pudo levantar las  pesas. Hasta las más  pequeñas  podían  con  él,  a  pesar  de  que  apretaba  los  dientes  e  intentaba seguir incluso cuando Dione le decía que parara. Decir que  era tenaz habría sido quedarse corto. Estaba empeñado en llegar al  límite  de  su  resistencia,  que  por  suerte  no  era  mucha.  Después,  siempre le hacía falta una larga sesión en la bañera de hidromasaje  para  aliviar  el  dolor  de  sus  músculos  torturados,  pero  seguía  y  seguía, pese a ser consciente de que luego lo pagaría con dolor. 
         Para alivio de Dione, no volvió a hacerle más preguntas ni a referirse en modo alguno a lo que le había contado sobre su niñez. A  causa  de  lo  mucho  que  le  exigía  a  su  cuerpo,  siempre  estaba  profundamente dormido cuando de noche entraba en su habitación  para ver cómo estaba, de modo que su conversación no volvió a  repetirse. 
        Haciendo caso omiso de las quejas de Serena, comenzó a darle  terapia en la piscina. A Serena le horrorizaba que pudiera ahogarse,  ya que tenía las piernas atrofiadas y obviamente no podía patalear,  pero el propio Harry se encargó de desautorizar sus objeciones. Dijo  que le gustaban los desafíos, y que no pensaba arredrarse ante aquél.  Gracias a su experiencia como ingeniero diseñó y dirigió la construcción de un sistema de rieles y poleas que permitía a Dione bajarlo  a la piscina y sacarlo de ella cuando acababa la sesión, cosa que  pronto podría hacer Harry  por sí mismo.
       Una mañana, cuando llevaba allí poco más de dos semanas,  Dione  lo  estaba  observando  devorar  el  desayuno  que  había  preparado Alberta. Ya parecía haber empezado a ganar peso. Tenía  la cara más llena, y menos macilenta que antes. Se había quemado un  poco los primeros días que pasó al sol, pero no se había pelado, y su  leve bronceado hacía que sus ojos parecieran aún más verdes.
  —¿Qué estás mirando? —preguntó mientras Alberta le retiraba  el plato y ponía delante de él un cuenco de fresas con nata.  —Estás engordando —le dijo Dione con inmensa satisfacción. 
—No me extraña —bufó Alberta al salir de la habitación—.  Come como un caballo.      
       Harry la miró con el ceño fruncido, pero hundió la cuchara en el  cuenco y levantó una fresa de buen tamaño. Sus dientes blancos se  clavaron  en  la  fruta  roja.  Luego  su  lengua  atrapó  el  jugo  que  manchaba sus labios. 
—Eso  era  lo  que  querías,¿no?  —preguntó  con  fastidio—.  Cebarme. 
         Ella sonrió y no dijo nada, se limitó a observarlo mientras se  comía la fruta con apetito. Cuando estaba acabando entró Ángela con  un teléfono que colocó sobre la mesa, frente a él. Tras enchufarlo, le  dirigió una sonrisa tímida y se marchó. 
         Harry  se  quedó  mirando  el  teléfono.  Dione  disimuló  una  sonrisa. 
—Creo que eso significa que tienes una llamada —dijo. 
         Él pareció aliviado.
  —Menos mal. Temía que quisieras que me lo comiera. 
          Dione  se  echó  a  reír  y  se  levantó.  Mientras  él  levantaba  el  auricular y se lo llevaba al oído, le tocó ligeramente el hombro y  murmuró:
—Estaré en el gimnasio; baja cuando acabes.
          Él la miró a los ojos y asintió con la cabeza, enfrascado ya en la  conversación. Dione oyó lo suficiente como para deducir que estaba  hablando  con  Richard,  y  el  pensar  en  Richard  bastó  para  que  frunciera el ceño, preocupada. 
       Serena se había portado muy bien después de aquel primer día.  Iba a ver a Harry a última hora de la tarde, cuando ella ya había  completado  el  horario  del  día.  Había  aprendido  también  que  no  podía llegar muy tarde, o se arriesgaba a encontrar a Harry dormido.  La mayoría de las noches, Richard también iba a cenar.  Richard era un hombre ingenioso y divertido, poseedor de una  fina ironía y de un repertorio de chistes que a menudo hacían reír a  Dione a carcajadas, a pesar de que no podía repetirlos cuando Harry  o Serena le preguntaban de qué se reía tanto. 
         Dione sólo podía decir de él que se portaba como un caballero.  No  había  dicho  ni  hecho  nada  que  pudiera  considerarse  una  insinuación. Era sólo que ella notaba una creciente admiración en sus  ojos, una ternura cada vez más intensa en su modo de tratarla. Ella  no era la única que notaba que quizá Richard le estuviera tomando  demasiado cariño; Serena era sutil, pero miraba a su marido con  dureza cuando hablaba con ella. En cierto sentido, Dione se sentía  aliviada.  Eso  significaba  al  menos que  Serena  le hacía  caso  a  su  marido.  Pero  no  quería  complicaciones  de  esa  clase,  sobre  todo  cuando no tenían ningún fundamento. 
        Tampoco  creía  que  pudiera  decirle  nada  a  Richard  al  respecto.¿Cómo iba a reprenderle cuando él se limitaba a mostrarse  amable? Amaba a su esposa, Dione estaba segura de ello. Sentía  afecto y admiración por su cuñado. Pero, aun así, Dione sabía que no  se equivocaba al interpretar su actitud hacia ella. 
        Otras veces había sido objeto de atenciones no deseadas, pero  aquélla  era  la  primera  vez  que  esas  atenciones  no  eran  obvias.  Ignoraba  cómo  encarar  la  situación.  Sabía  que  Richard  jamás  intentaría propasarse con ella, pero Serena estaba celosa.
       Dione se sentía en parte (en una parte profundamente femenina  de su ser) halagada por su interés. Si Serena le hubiera dedicado a su  marido la atención que merecía, nada de aquello habría pasado.  Pero todo aquello carecía de importancia, se decía. No podía  permitir que le hiciera mella. Lo único que importaba era Harry, que  empezaba a salir de la prisión de su parálisis, y se desvelaba cada vez  más  como  el  hombre  que  había  sido  antes  del  accidente.  Dione  esperaba  que  un  mes  después  fuera  capaz  de  levantarse.  No  de  caminar, pero sí de sostenerse en pie. Así sus piernas se acostumbrarían  a  soportar  de  nuevo  el  peso  de  su  cuerpo.  Lo  que  estaba haciendo era sentar los cimientos, devolverle la salud y aumentar sus  fuerzas lo suficiente como para que fuera capaz de ponerse en pie  cuando se lo pidiera.  Llenó de agua caliente un recipiente de plástico y metió dentro  para que se calentara el frasco de aceite que usaba para el masaje  que, en un esfuerzo por impedir que se resfriara, le daba siempre  antes de meterse en la piscina. No era probable que se constipara un  día de verano en Phoenix, donde las temperaturas superaban los  treinta y siete grados, pensó Dione con sorna, pero estaba aún tan  delgado  y  tan  débil  que  no  quería  arriesgarse  Además,  a  Harry  parecía gustarle el masaje con el aceite tibio, y disfrutaba de muy  pocas alegrías en su vida.
        Inquieta,  Dione  se  paseó  sin  rumbo  por  el  gimnasio,  deteniéndose  para  hacer  estiramientos.  Necesitaba  hacer  ejercicio  para liberar parte de su energía, pensó, y se colocó en el banco de  pesas.
        Le  gustaba  levantar  pesas.  Su  objetivo  era  ganar  fuerza,  no  desarrollar  la  masa  muscular,  y  la  tabla  de  ejercicios  que  seguía  estaba  diseñada  para  ese  propósito  En  el  caso  de  Harry,  había  alterado el programa para reconstituir su masa muscular sin inflarlo  como  Mister  Universo.  Se  concentró  en  lo  que  hacía,  reguló  cuidadosamente  su  respiración  y  comenzó  a  hacer  sus  ejercicios.  Arriba, abajo. Arriba, abajo 
         Acabó los ejercicios de piernas y ajustó el sistema de poleas y  pesos para ejercitar los brazos. Empezó de nuevo, jadeando. Cuando  las exigencias que les hacía a sus músculos alcanzaban su límite,  experimentaba una sensación casi placentera. Otra vez. Y otra.
  —¡Maldita  tramposa!  —aquel  bramido  la  sobresaltó,  y  se  enderezó  bruscamente,  alarmada.  Se  quedó  mirando a Harry con  sorpresa. Estaba sentado en la silla de ruedas, al lado de la puerta, la  cara muy colorada y crispada por la furia. 
—¿Qué ocurre? —balbució ella.  Él señaló las pesas. 
—¡Levantas pesas! ‐gritó, tan enfadado que temblaba— Eres  una tramposa. El día que echamos el pulso, sabías que ganarías.  Demonios, ¿cuántos hombres podrían ganarte?
        Ella se sonrojó. 
—No todos —contestó modestamente, lo cual pareció hacerle  enfadar aún más. 
—¡No puedo creerlo! —cada vez gritaba más—. Sabías cómo  me  sentiría  porque  me  ganaras  echando  un  pulso,  y  aun  así  apostaste, ¡y me engañaste! 
—En  ningún  momento  dije  que  no  se  me  diera  bien  — puntualizó  ella,  intentando  no  echarse  a  reír.  Harry  estaba  maravilloso. Si la rabia hubiera podido devolverle el movimiento,  habría echado a andar en ese momento. A ella se le escapó una risilla,  y al oírla Harry empezó a aporrear con el puño el brazo de la silla de  ruedas. Por desgracia, golpeaba los mandos, de modo que la silla  comenzó  a  moverse  adelante  y  atrás  como  un  potro  salvaje  que  intentara librarse de un jinete inoportuno.
       Dione no pudo evitarlo: dejó de intentar ponerse seria y se echó  a reír hasta que se le saltaron las lágrimas. Aullaba. Golpeaba el  banco de las pesas con el puño, imitando en broma la manera en que Harry había aporreado los mandos de la silla; cruzó los brazos sobre  el estómago y boqueó, buscando aire, pero cada arrebato de rabia de  Harry le producía un nuevo paroxismo.  —¡Deja de reírte! —bramó él, y su voz rebotó por las paredes— .¡Siéntate! Veremos quién gana esta vez. 
        Ella estaba tan débil que le costó llegar hasta la mesa de masaje,  donde Blake había apoyado el codo y la estaba esperando con cara  de pocos amigos. Todavía riendo, se dejó caer contra la mesa. 
—¡Esto no es justo! —protestó, dándole la mano—. No estoy  preparada. Espera hasta que deje de reírme. 
—¿Fue justo que me dejaras creer que iba a enfrentarme con  una mujer normal? —replicó él. 
—¡Soy  perfectamente  normal!  —contestó  Dione—.  Te  vencí  limpiamente, y lo sabes.  —Yo no sé nada parecido. Hiciste trampa, y quiero la revancha. 
—Está bien, está bien. Dame un minuto —sofocó rápidamente  la risa que pujaba por salir y le apretó la mano. Comenzó a tensar los  músculos—. De acuerdo. Estoy lista. 
—A la de tres —dijo él—. ¡Una! ¡Dos! ¡Tres! 
         Dione, por suerte, había adivinado que contaría a toda prisa.  Puso todo su cuerpo en el esfuerzo, consciente de que el peso que  Harry había ganado y los días que llevaba haciendo pesas habían aumentado sus fuerzas. No mucho, quizá, pero con el ímpetu que le  daba la rabia y la risa que a ella la había debilitado, tal vez bastara  para que consiguiera vencerla. 
—¡Has  hecho  trampa!  —le  acusó  con  los  dientes  apretados  mientras se oponía con todas sus fuerzas al empuje de su brazo. 
—¡Te lo merecías! 
           Pasaron varios minutos jadeando, bufando y gruñendo, y el  sudor empezó a correrles por la cara.  Estaban muy cerca, casi cara a cara, y sus brazos se tensaban  cada vez más. Dione gruñía en voz alta. El primer arrebato de fuerza  de Harry la había superado, pero no había bastado para poner fin al pulso.  Ahora  era  una  cuestión  de  resistencia,  y  ella  creía  poder  vencerle. Podía haberle dejado ganar para aplacar su ego, pero no  tenía valor para engañarle de ese modo. Si Harry ganaba, lo haría a  costa de todos sus esfuerzos. 
         La  determinación  debía  notársele  en  la  cara,  porque  Harry  gruñó: 
—Maldita sea, ahora deberías dejarme ganar. 
         Ella jadeaba, buscando oxígeno. 
—Si quieres ganarme, tendrás que esforzarte —dijo—.Yo no  dejo ganar a nadie. 
—¡Pero yo soy un paciente!
  —Eres un oportunista. 
        Él apretó los dientes y empujó más fuerte. Ella agachó la cabeza  de modo que la apoyó en el hueco del hombro de Harry y contraatacó  con todas sus fuerzas. Empezó a notar que el brazo de Harry iba  retrocediendo muy despacio. La exaltación que siempre le producía  vencer atravesó sus venas, y tumbó el brazo de Harry sobre la mesa  de golpe, dejando escapar un grito de júbilo. 
         Sus  jadeos  llenaron  la  habitación.  A  Dione,  el  corazón  le  atronaba los oídos como los cascos de un caballo al galope. Seguía  recostada contra él, con la cabeza apoyada sobre su hombro, y notaba  el latido de su corazón a través de todo su cuerpo. Se apartó de él  lentamente y dejó caer su peso sobre la mesa. Harry se echó hacia  delante y cayó también sobre la mesa como un pelele, inhalando  profundas  bocanadas  de  aire  mientras  su  cara  iba  perdiendo  su  rubor hasta adquirir un tono casi normal.  Al  cabo  de  un  momento,  él  apoyó  la  barbilla  en  el  brazo  doblado y la miró con unos ojos verde en los que todavía había  nubarrones de tormenta.  Dione respiró hondo y se quedó mirándolo.
  —Estás muy guapo cuando te enfadas —le dijo.  Él parpadeó, sorprendido. Se quedó mirándola con estupor un  momento tan largo que pareció quedar suspendido en el tiempo;  luego escapó de su garganta un extraño borboteo. Tragó saliva. Lo  siguiente que se oyó fue una carcajada a pleno pulmón. Echó la  cabeza hacia atrás y se llevó las manos al estómago. Dione empezó a  reírse de nuevo.
        Harry se retorcía de la risa, meciéndose hacia delante y hacia  atrás.  Volvió  a  golpear  los  mandos  con  el  puño,  y  el  brusco  movimiento de la silla, combinado con sus balanceos, bastó para  tirarlo al suelo. Fue una suerte que no se hiciera daño, porque Dione  no habría podido parar de reír aunque su vida hubiera dependido de  ello. Se dejó caer del taburete y se tumbó a su lado, levantando las piernas hasta la tripa. 
—¡Basta!¡Basta! —gritó mientras las lágrimas le rodaban por la  cara. 
—¡Basta!¡Basta! —repitió él y, agarrándola, le hundió los dedos  en las costillas. 
        A Dione nunca le habían hecho cosquillas. No sabía lo que era  jugar.  Quedó  tan  sorprendida  por  la  euforia  insoportable  que  le  producían los dedos de Harry en las costillas que ni siquiera se asustó  al  sentir  su  contacto.  Chillaba  con  todas  sus  fuerzas  y  se  estaba  revolcando por el suelo para intentar alejarse de aquellos dedos que  la atormentaban cuando otra voz se interpuso entre ellos. 
—¡Harry! —Serena no se detuvo a interpretar la escena que  tenía lugar ante sus ojos. Vio a su hermano en el suelo, oyó gritar a  Dione y supuso al instante que había ocurrido un terrible accidente.  Sumó  al  alboroto  un  grito  angustiado y  se  lanzó  hacia  Harry,  lo  agarró con ansia y lo hizo rodar hacia ella. 
        Aunque Serena no tenía permiso para ir a la casa durante el día,  Dione le agradeció la interrupción. Se apartó temblando de Harry y  se sentó. Sólo entonces se dio cuenta de que Serena estaba al borde  de la histeria. 
—Serena, no pasa nada —decía enérgicamente Harry, que había  notado antes que ella el estado de ánimo de su hermana—. Sólo  estábamos jugando. No estoy herido. No estoy herido —repitió.    
         Serena se calmó y su cara pálida fue recuperando parte de su  color. Harry se sentó y echó mano de la manta con que solía taparse  las piernas. Mientras se tapaba, preguntó con aspereza: 
—¿Qué haces aquí? Ya sabes que no debes venir durante el día. 
        Serena se echó hacia atrás bruscamente y lo miró con estupor,  como si le hubiera dado una bofetada. Dione se mordió el labio.  Sabía por qué le había hablado Harry con tanta dureza. Se había  acostumbrado a que ella lo viera, y en su presencia podía moverse  por la casa llevando sólo unos calzoncillos o unos pantalones cortos  de  gimnasia,  pero  todavía  le  avergonzaba  que  otros  vieran  su  cuerpo. Sobre todo, Serena. 
         Ella se recobró y levantó la barbilla con aire desafiante. 
—Creía que esto era una terapia, no un recreo —le espetó con la  misma  aspereza  que  había  empleado  él,  y  se  puso  en  pie—.  Perdonen la interrupción. Tenía un motivo para venir a verte, pero  puede esperar. 
La rabia se reflejaba en cada línea de su espalda recta cuando  salió  de  la  habitación,  haciendo  oídos  sordos  a  la  llamada  arrepentida de Harry.
  —Maldita  sea  —dijo  él  en  voz  baja—.  Ahora  tendré  que disculparme. Y me avergüenza tanto explicar que... 
         Dione se echó a reír. 
—Es tu hermana, ¿no? 
            Él le lanzó una mirada de advertencia. 
—No seas tan engreída, jovencita. He encontrado el punto débil  de tu fortaleza. Tienes más cosquillas que un bebé. 
         Ella se alejó prudentemente de su alcance. 
—Si vuelves a hacerme cosquillas, me acercaré a ti de puntillas  cuando estés dormido y te echaré por encima agua helada.
  —Serías capaz, desdichada —bufó él, y la miró con enojo—.  Quiero una revancha dentro de dos semanas. 
—Te  gusta  que  te  castiguen,¿eh?  —preguntó  Dione  alegremente, y se puso de pie para considerar la cuestión de cómo  iba a levantarlo del suelo y subirlo a la mesa. 
—Ni lo intentes —ordenó él al ver su mirada inquisitiva. Ella  sonrió  avergonzada,  porque  había  estado  a  punto  de  intentar  levantarlo en brazos—. Llama a Miguel para que te ayude.
       Miguel  era  su  chofer,  su  hombre  para  todo  y  también,  sospechaba Dione, su guardaespaldas. Era bajito y nervudo, duro  como  una  roca,  y  lucía  en  la  mejilla  izquierda  una  cicatriz  que  estropeaba su rostro moreno. Nadie le había dicho cómo le había  contratado Harry, y Dione no estaba segura de querer saberlo. Ni  siquiera sabía de dónde era Miguel; podría haber sido de cualquier  nación latina. Sabía que hablaba portugués, además de español e  inglés, así que sospechaba que era sudamericano, pero nadie se lo  había  confirmado  ni  ella  había  preguntado.  Bastaba  con  que  se  dedicara a Harry.  Miguel  tampoco  era  muy  dado  a  hacer  preguntas. 
         Si  le  sorprendió encontrar a su jefe en el suelo, la sorpresa no se reflejó en  su semblante. Dione y él levantaron a Harry y lo colocaron sobre la  mesa. 
—Miguel, necesito que coloques aquí otro dispositivo como el  de la piscina —dijo Harry—. Podemos tender una barra que cruce el  techo, así —dijo, indicando la habitación a lo largo—. Como el brazo  de la polea gira en todas direcciones y corre a lo largo de la barra,  podré subirme y bajarme cuando se me antoje. 
          Miguel  observó  el  techo,  haciéndose  una  idea  de  lo  que  le  pedía. 
—No hay problema —‐dijo por fin—. ¿Mañana está bien? 
—Si no puedes hacerlo antes, supongo que sí. 
—Eres  un negrero  —le  dijo  Dione  mientras  le masajeaba  la  espalda con el aceite tibio. 
—Estoy recibiendo lecciones de ti —murmuró él, soñoliento, con la cabeza hundida en el hueco de su brazo. Aquel comentario le  valió un pellizco en el costado, y se echó a reír—. Algo tiene de  bueno —prosiguió—. No he vuelto a aburrirme desde que entraste  en mi vida como una apisonadora.

Amanecer contigo- H.S.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora