Dione yacía despierta, contemplando la filigrana de luces que la luna nueva proyectaba sobre el techo blanco. Richard había obrado milagros y esa noche, durante la cena, le había dicho que el gimnasio estaba listo para usarse. Pero su problema era Harry. Inexplicablemente, había vuelto a replegarse sobre sí mismo y parecía deprimido. Comía lo que Alberta le ponía delante, y permanecía callado, sin quejarse, mientras Dione le ejercitaba las piernas, pero todo aquello era mala señal. La rehabilitación no era algo que un paciente tuviera que aceptar pasivamente, como hacía Harry. De momento podía quedarse tumbado y dejar que ella le moviera las piernas, pero cuando empezaran a trabajar en el gimnasio y en la piscina, tendría que participar activamente.
No hablaba con ella de lo que le preocupaba. Dione sabía exactamente cuándo había empezado aquello, pero no lograba entender cuál había sido el detonante. Estaban lanzándose pullas el uno al otro mientras ella le daba un masaje antes de empezar los ejercicios, y de repente los ojos de Harry habían adquirido una mirada inexpresiva y vacía. Desde entonces no había vuelto a replicar a ninguna de sus bromas. Dione no creía que se debiera a algo que ella había dicho; ese día, sus chanzas habían sido inofensivas y alegres, debido a que Harry parecía encontrarse de mucho mejor humor.
Dione giró la cabeza para leer el marcador luminoso del reloj y vio que era poco más de medianoche. Como hacía cada noche, se levantó para ver cómo estaba Harry. No había oído los ruidos que solía hacer cuando intentaba girarse, pero sus cavilaciones la tenían preocupada. En cuanto entró en su cuarto vio que sus piernas parecían torcidas, como cuando intentaba cambiar de postura. Le puso suavemente la mano izquierda sobre el hombro y la derecha sobre las piernas, lista para moverlo.
—¿Dione?
Su voz baja e insegura la sobresaltó, y retrocedió de un salto. Estaba tan concentrada en sus piernas que no había notado que tenía los ojos abiertos, aunque la luz de la luna que jugueteaba sobre la cama era lo bastante intensa como para que le viera con claridad.
—Creía que estabas dormido —murmuró. —¿Qué estabas haciendo?
—Ayudarte a ponerte de lado. Lo hago cada noche. Es la primera vez que te despiertas.
—No, ya estaba despierto —un acento de curiosidad se filtró en su voz mientras movía los hombros, inquieto—. ¿Quieres decir que entras aquí cada noche para darme la vuelta?
—Pareces dormir mejor de lado —contestó ella a modo de explicación. Él soltó una risa breve y amarga. —Duermo mejor boca abajo, o por lo menos así era antes. Hace dos años que no duermo boca abajo.
La apacible intimidad de la noche, el cuarto iluminado por la luna, daban la impresión de que eran las únicas personas sobre la faz de la tierra. Dione percibía en él un profundo desaliento. Quizás él sintiera también por ella una extraña complicidad; quizás ahora, emboscado a medias en la oscuridad, quisiera hablarle de lo que le angustiaba. Dione se sentó sin vacilar al borde de la cama y se envolvió las piernas con el camisón. —¿Qué te sucede, Harry? Hay algo que te inquieta —dijo suavemente.
—Bingo —masculló él—. ¿También estudiaste psicología cuando te entrenabas para Superwoman?
Ella ignoró el sarcasmo y le puso una mano sobre el brazo.
—Dímelo, por favor. Sea lo que sea, está interfiriendo en tu terapia. El gimnasio está listo, pero tú no.
—Eso podría habértelo dicho yo. Mira, todo esto es una pérdida de tiempo —dijo, y Dione casi sintió su cansancio como una gran piedra que le oprimiera—. Puedes atiborrarme de vitaminas y estimular mi circulación, pero ¿puedes prometerme que volveré a ser el de antes? ¿Es que no lo entiendes? No quiero sólo mejorar, ni cualquier otra solución de compromiso. Si no puedo ser yo al cien por cien, el mismo de antes, entonces no me interesa.
Ella se quedó callada. No, no podía prometerle de buena fe que no sufriría ninguna discapacidad, una cojera o dificultades que le acompañarían el resto de su vida. Según su experiencia, el cuerpo humano podía recuperarse de manera prodigiosa, pero las lesiones que sufría siempre dejaban vestigios de dolor y cicatrices.
—¿Tanto te importaría cojear? —preguntó por fin— Yo tampoco soy como me gustaría ser. Todo el mundo tiene debilidades, pero no todos se dan por vencidos y se dejan marchitar por eso. ¿Y si pudieras cambiarte por Serena, por ejemplo? ¿Querrías que se quedara ahí tendida y se fuera deteriorando lentamente hasta convertirse en un vegetal?¿No querrías que luchase, que intentara superar el problema con todas sus fuerzas?
Él levantó el antebrazo para taparse los ojos.
—Juegas sucio, Dione. Sí, querría que Serena luchara. Pero yo no soy Serena, ni mi vida es la de ella. Antes del accidente nunca me había dado cuenta de lo importante que es la calidad de vida. Las cosas que hacía eran temerarias y peligrosas, pero, Dios mío, ¡estaba vivo! Nunca he sido un hombre de los que van a la oficina de nueve a cinco. Preferiría estar muerto, aunque sé que millones de personas son perfectamente felices con esa clase de rutina, y se conforman. Eso está bien para ellos, pero no para mí.
—¿Y una cojera te impediría volver a hacer todas esas cosas? — insistió ella—. Puedes volver a tirarte en paracaídas, o escalar montañas. Puedes seguir pilotando aviones. ¿Tan importante es el ritmo al que andes que estás dispuesto a morir por eso?
Él bajó el brazo bruscamente y la miró.
—¿Por qué te empeñas en decir eso? —preguntó con aspereza— . No recuerdo haberme tirado con la silla de ruedas por la escalera, si es eso lo que estás pensando. —No, pero te estás matando de otro modo. Estás dejando que tu cuerpo muera de abandono. Richard estaba desesperado cuando fue a buscarme a Florida. Me dijo que no vivirías otro año tal como estabas, y después de verte creo que tenía razón.
Él se quedó callado, contemplando el techo que había mirado ya más horas de las que Dione podía imaginar. Ella deseó estrecharle en sus brazos y ofrecerle consuelo, como hacía con los niños con los que trabajaba; Harry era un hombre, pero parecía tan perdido y asustado como un crío. Turbada de pronto por aquella extraña necesidad de tocarle, cruzó los brazos con fuerza sobre el regazo. —¿Cuál es tu debilidad? —preguntó él—. Has dicho que todo el mundo tiene una. Háblame de tus tormentos, Dione.
La pregunta era tan inesperada que Dione no pudo refrenar una oleada de dolor y un súbito estremecimiento que recorrió su cuerpo. La debilidad de Harry era evidente, cualquiera podía verla en sus piernas atrofiadas e inermes. La suya era también una herida que casi había sido fatal, a pesar de que no se viera. Había habido una época oscura en que la muerte le había parecido la salida más fácil, un suave colchón para una mente y un cuerpo vapuleados que habían recibido demasiados abusos. Pero, en el fondo de su alma, había también una chispa de vida luminosa y enérgica que le había impedido incluso intentarlo, como si supiera que dar el primer paso sería ya demasiado. Había luchado, y vivía, y había sanado sus heridas lo mejor posible.
—¿Qué ocurre? —insistió él suavemente—. Puedes husmear en los secretos de los demás, así que ¿por qué no compartes un poco los tuyos? ¿Cuáles son tus debilidades? ¿Robas en las tiendas? ¿Te acuestas con extraños? ¿Defraudas a Hacienda?
Dione se estremeció otra vez. Tenía las manos tan fuertemente apretadas que se le transparentaban los nudillos. No podía contárselo, al menos no todo, y sin embargo, en cierto modo, Harry tenía derecho a conocer parte de su dolor. Ella ya había presenciado gran parte del suyo, sabía lo que pensaba, conocía sus anhelos y su desesperación. Ningún otro paciente le había exigido tanto, pero Harry no era como los demás. Le estaba pidiendo más de lo que pensaba, al igual que ella le pedía un esfuerzo sobrehumano. En el fondo, Dione sabía que, si le rechazaba ahora, no volvería a confiar en ella. Su recuperación dependía de ella, de la confianza que pudiera establecer entre los dos.
Estaba temblando a ojos vista, su cuerpo se estremecía de la cabeza a los pies. Sabía que la cama vibraba, sabía que él lo notaba. Harry frunció las cejas y dijo en tono indeciso:
—Dione, escucha, yo...
—Soy hija ilegítima —dijo ella con esfuerzo mientras le castañeteaban los dientes. El esfuerzo de hablar la hacía jadear, y sentía una película de sudor en todo el cuerpo. Respiró con un sollozo que volvió a estremecerla y luego, haciendo un esfuerzo, logró aquietar su cuerpo—. No sé quién era mi padre. Mi madre ni siquiera sabía su nombre. Ella estaba borracha, él andaba por allí, y en fin...Tuvo una hija. Yo. Pero no me quería. Me daba de comer, supongo, ya que he vivido para contarlo. Pero nunca me abrazó, ni me besó, ni me dijo que me quería. En realidad, aprovechaba cualquier oportunidad para decirme que me odiaba, que detestaba tener que ocuparse de mí, que ni siquiera soportaba verme. Seguramente me habría abandonado en un cubo de basura si no hubiera sido por la paga de bienestar social que le daban por mí.
—Eso no lo sabes —contestó, incorporándose sobre un codo.
Dione notó que le sorprendía el tono amargo de su voz, pero ahora que había empezado, no podía parar. Tenía que soltar el veneno, aunque la matara.
—Me lo dijo ella —insistió con voz plana—.Ya sabes cómo son los niños. Hacía todo lo que podía para intentar que me quisiera. No podía tener más de tres años, pero recuerdo que me subía en las sillas y me aupaba a los armarios para llevarle la botella de whisky. No servía de nada, claro. Aprendí a no llorar porque, si lloraba, me daba una bofetada. Aprendí a comer lo que pudiera, si ella no estaba en casa, o estaba borracha y se desmayaba. Pan duro, un trozo de queso, daba igual. A veces no había nada que comer porque ella se gastaba toda la paga en whisky. Si esperaba un poco, acababa yéndose con algún hombre y volvía con algún dinero, lo justo para aguantar hasta la paga siguiente, o hasta el próximo hombre.
—Dios mío, para —dijo él con aspereza, poniéndole la mano en el brazo y zarandeándola. Ella se apartó bruscamente.
—Tú has preguntado —dijo jadeando. Le dolían los pulmones del esfuerzo que le costaba insuflar aire en su pecho constreñido—. Así que tendrás que oírlo. Cada vez cometía el error de molestarla, y para eso no hacía falta mucho, me pegaba. Una vez me tiró una botella de whisky. Tuve suerte porque sólo me hice un pequeño corte en la frente, aunque ella estaba tan enfadada por haberse quedado sin el whisky que me pegó con el zapato. ¿Sabes qué me decía una y otra vez? «Sólo eres una bastarda, y nadie quiere a una bastarda». Una y otra vez, hasta que llegué a creérmelo. Recuerdo el día preciso en que me convencí de ello. Era mi séptimo cumpleaños. Había empezado a ir al colegio, ¿sabes?, y sabía que se suponía que los cumpleaños tenían que ser algo especial. Era cuando tus padres te hacían regalos para demostrarte cuánto te querían. Me desperté y fui corriendo a su cuarto, convencida de que ese día por fin me querría. Me pegó una bofetada por haberla despertado y me metió a empujones en el armario. Me tuvo allí encerrada todo el día. Ésa era la opinión que le merecía mi cumpleaños, ¿entiendes? Odiaba verme.
Estaba inclinada, el cuerpo crispado por el dolor, pero tenía los ojos secos y doloridos.
—A los diez años vivía en la calle —musitó; las fuerzas empezaban a abandonarla—. Estaba mejor allí que en casa. No sé qué fue de ella. Un día volví y la casa estaba vacía.
Su áspera respiración era el único sonido que se oía en la habitación. Harry yacía como petrificado, los ojos ardientes clavados en ella. Dione podría haberse derrumbado; de pronto se sentía agotada. Haciendo un esfuerzo, se enderezó.
—¿Alguna otra pregunta? —preguntó con voz apagada.
—Sólo una —dijo Harry, y Dione se tensó dolorosamente, pero no se quejó. Aguardó, preguntándose, exhausta, qué más querría saber
—. ¿Al final te adoptó alguien?
—No —susurró y, cerrando los ojos, se meció un poco—. Acabé en un orfanato, un sitio como otro cualquiera. Tenía comida y un lugar donde dormir, y podía ir al colegio con regularidad. Era demasiado mayor para que me adoptaran, y nadie quiso acogerme. Supongo que tenía un aspecto demasiado extraño. - moviéndose como una anciana, se puso en pie y salió despacio de la habitación, consciente de que el aire seguía cargado de preguntas que Harry quería formularle, pero ya había recordado suficiente.
Daba igual lo que hubiera conseguido, cuántos años hubieran pasado desde que era una niña solitaria y desconcertada. La falta del amor de una madre seguía siendo un vacío por llenar. El cariño materno era la base de la vida de cualquier niño, y su ausencia la había dejado lisiada por dentro, del mismo modo que el accidente había dejado lisiado a Harry.
Se tumbó boca abajo en la cama y durmió profundamente, sin soñar, pero al sonar la alarma del reloj se despejó al instante. Con el paso de los años había aprendido a funcionar incluso cuando sentía como si una parte de su ser hubiera sido masacrada, y así era como se sentía esa mañana. Al principio tuvo que obligarse a cumplir la rutina diaria, pero al cabo de un rato su dura autodisciplina tomó el mando, y logró ahuyentar de su recuerdo la crisis de esa noche. No permitiría que la hundiera. Tenía una labor que cumplir, y la cumpliría. Puede que llevara la determinación escrita en la cara cuando entró en el dormitorio de Harry, porque él levantó las manos y dijo con voz suave:
—Me rindo.
Dione se paró en seco y lo miró inquisitivamente. Él sonreía un poco; su cara pálida y delgada tenía una expresión fatigada, pero ya no parecía una máscara de indiferencia.
—Pero si ni siquiera te he atacado aún —protestó ella—. Así no tiene gracia.
—Sé cuando estoy en desventaja —hizo una mueca y admitió— : No sé cómo voy a rendirme sin haberlo intentando por lo menos otra vez. Tú no te rendiste, y yo nunca me he acobardado ante un desafío.
El nudo de angustia que Dione sentía en el estómago desde que él había caído de nuevo en la depresión se fue aflojando lentamente hasta deshacerse por completo. Su espíritu alzó el vuelo, y le dedicó una sonrisa deslumbrante. Con su ayuda, se sentía capaz de hacer cualquier cosa.
Al principio apenas pudo levantar las pesas. Hasta las más pequeñas podían con él, a pesar de que apretaba los dientes e intentaba seguir incluso cuando Dione le decía que parara. Decir que era tenaz habría sido quedarse corto. Estaba empeñado en llegar al límite de su resistencia, que por suerte no era mucha. Después, siempre le hacía falta una larga sesión en la bañera de hidromasaje para aliviar el dolor de sus músculos torturados, pero seguía y seguía, pese a ser consciente de que luego lo pagaría con dolor.
Para alivio de Dione, no volvió a hacerle más preguntas ni a referirse en modo alguno a lo que le había contado sobre su niñez. A causa de lo mucho que le exigía a su cuerpo, siempre estaba profundamente dormido cuando de noche entraba en su habitación para ver cómo estaba, de modo que su conversación no volvió a repetirse.
Haciendo caso omiso de las quejas de Serena, comenzó a darle terapia en la piscina. A Serena le horrorizaba que pudiera ahogarse, ya que tenía las piernas atrofiadas y obviamente no podía patalear, pero el propio Harry se encargó de desautorizar sus objeciones. Dijo que le gustaban los desafíos, y que no pensaba arredrarse ante aquél. Gracias a su experiencia como ingeniero diseñó y dirigió la construcción de un sistema de rieles y poleas que permitía a Dione bajarlo a la piscina y sacarlo de ella cuando acababa la sesión, cosa que pronto podría hacer Harry por sí mismo.
Una mañana, cuando llevaba allí poco más de dos semanas, Dione lo estaba observando devorar el desayuno que había preparado Alberta. Ya parecía haber empezado a ganar peso. Tenía la cara más llena, y menos macilenta que antes. Se había quemado un poco los primeros días que pasó al sol, pero no se había pelado, y su leve bronceado hacía que sus ojos parecieran aún más verdes.
—¿Qué estás mirando? —preguntó mientras Alberta le retiraba el plato y ponía delante de él un cuenco de fresas con nata. —Estás engordando —le dijo Dione con inmensa satisfacción.
—No me extraña —bufó Alberta al salir de la habitación—. Come como un caballo.
Harry la miró con el ceño fruncido, pero hundió la cuchara en el cuenco y levantó una fresa de buen tamaño. Sus dientes blancos se clavaron en la fruta roja. Luego su lengua atrapó el jugo que manchaba sus labios.
—Eso era lo que querías,¿no? —preguntó con fastidio—. Cebarme.
Ella sonrió y no dijo nada, se limitó a observarlo mientras se comía la fruta con apetito. Cuando estaba acabando entró Ángela con un teléfono que colocó sobre la mesa, frente a él. Tras enchufarlo, le dirigió una sonrisa tímida y se marchó.
Harry se quedó mirando el teléfono. Dione disimuló una sonrisa.
—Creo que eso significa que tienes una llamada —dijo.
Él pareció aliviado.
—Menos mal. Temía que quisieras que me lo comiera.
Dione se echó a reír y se levantó. Mientras él levantaba el auricular y se lo llevaba al oído, le tocó ligeramente el hombro y murmuró:
—Estaré en el gimnasio; baja cuando acabes.
Él la miró a los ojos y asintió con la cabeza, enfrascado ya en la conversación. Dione oyó lo suficiente como para deducir que estaba hablando con Richard, y el pensar en Richard bastó para que frunciera el ceño, preocupada.
Serena se había portado muy bien después de aquel primer día. Iba a ver a Harry a última hora de la tarde, cuando ella ya había completado el horario del día. Había aprendido también que no podía llegar muy tarde, o se arriesgaba a encontrar a Harry dormido. La mayoría de las noches, Richard también iba a cenar. Richard era un hombre ingenioso y divertido, poseedor de una fina ironía y de un repertorio de chistes que a menudo hacían reír a Dione a carcajadas, a pesar de que no podía repetirlos cuando Harry o Serena le preguntaban de qué se reía tanto.
Dione sólo podía decir de él que se portaba como un caballero. No había dicho ni hecho nada que pudiera considerarse una insinuación. Era sólo que ella notaba una creciente admiración en sus ojos, una ternura cada vez más intensa en su modo de tratarla. Ella no era la única que notaba que quizá Richard le estuviera tomando demasiado cariño; Serena era sutil, pero miraba a su marido con dureza cuando hablaba con ella. En cierto sentido, Dione se sentía aliviada. Eso significaba al menos que Serena le hacía caso a su marido. Pero no quería complicaciones de esa clase, sobre todo cuando no tenían ningún fundamento.
Tampoco creía que pudiera decirle nada a Richard al respecto.¿Cómo iba a reprenderle cuando él se limitaba a mostrarse amable? Amaba a su esposa, Dione estaba segura de ello. Sentía afecto y admiración por su cuñado. Pero, aun así, Dione sabía que no se equivocaba al interpretar su actitud hacia ella.
Otras veces había sido objeto de atenciones no deseadas, pero aquélla era la primera vez que esas atenciones no eran obvias. Ignoraba cómo encarar la situación. Sabía que Richard jamás intentaría propasarse con ella, pero Serena estaba celosa.
Dione se sentía en parte (en una parte profundamente femenina de su ser) halagada por su interés. Si Serena le hubiera dedicado a su marido la atención que merecía, nada de aquello habría pasado. Pero todo aquello carecía de importancia, se decía. No podía permitir que le hiciera mella. Lo único que importaba era Harry, que empezaba a salir de la prisión de su parálisis, y se desvelaba cada vez más como el hombre que había sido antes del accidente. Dione esperaba que un mes después fuera capaz de levantarse. No de caminar, pero sí de sostenerse en pie. Así sus piernas se acostumbrarían a soportar de nuevo el peso de su cuerpo. Lo que estaba haciendo era sentar los cimientos, devolverle la salud y aumentar sus fuerzas lo suficiente como para que fuera capaz de ponerse en pie cuando se lo pidiera. Llenó de agua caliente un recipiente de plástico y metió dentro para que se calentara el frasco de aceite que usaba para el masaje que, en un esfuerzo por impedir que se resfriara, le daba siempre antes de meterse en la piscina. No era probable que se constipara un día de verano en Phoenix, donde las temperaturas superaban los treinta y siete grados, pensó Dione con sorna, pero estaba aún tan delgado y tan débil que no quería arriesgarse Además, a Harry parecía gustarle el masaje con el aceite tibio, y disfrutaba de muy pocas alegrías en su vida.
Inquieta, Dione se paseó sin rumbo por el gimnasio, deteniéndose para hacer estiramientos. Necesitaba hacer ejercicio para liberar parte de su energía, pensó, y se colocó en el banco de pesas.
Le gustaba levantar pesas. Su objetivo era ganar fuerza, no desarrollar la masa muscular, y la tabla de ejercicios que seguía estaba diseñada para ese propósito En el caso de Harry, había alterado el programa para reconstituir su masa muscular sin inflarlo como Mister Universo. Se concentró en lo que hacía, reguló cuidadosamente su respiración y comenzó a hacer sus ejercicios. Arriba, abajo. Arriba, abajo
Acabó los ejercicios de piernas y ajustó el sistema de poleas y pesos para ejercitar los brazos. Empezó de nuevo, jadeando. Cuando las exigencias que les hacía a sus músculos alcanzaban su límite, experimentaba una sensación casi placentera. Otra vez. Y otra.
—¡Maldita tramposa! —aquel bramido la sobresaltó, y se enderezó bruscamente, alarmada. Se quedó mirando a Harry con sorpresa. Estaba sentado en la silla de ruedas, al lado de la puerta, la cara muy colorada y crispada por la furia.
—¿Qué ocurre? —balbució ella. Él señaló las pesas.
—¡Levantas pesas! ‐gritó, tan enfadado que temblaba— Eres una tramposa. El día que echamos el pulso, sabías que ganarías. Demonios, ¿cuántos hombres podrían ganarte?
Ella se sonrojó.
—No todos —contestó modestamente, lo cual pareció hacerle enfadar aún más.
—¡No puedo creerlo! —cada vez gritaba más—. Sabías cómo me sentiría porque me ganaras echando un pulso, y aun así apostaste, ¡y me engañaste!
—En ningún momento dije que no se me diera bien — puntualizó ella, intentando no echarse a reír. Harry estaba maravilloso. Si la rabia hubiera podido devolverle el movimiento, habría echado a andar en ese momento. A ella se le escapó una risilla, y al oírla Harry empezó a aporrear con el puño el brazo de la silla de ruedas. Por desgracia, golpeaba los mandos, de modo que la silla comenzó a moverse adelante y atrás como un potro salvaje que intentara librarse de un jinete inoportuno.
Dione no pudo evitarlo: dejó de intentar ponerse seria y se echó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas. Aullaba. Golpeaba el banco de las pesas con el puño, imitando en broma la manera en que Harry había aporreado los mandos de la silla; cruzó los brazos sobre el estómago y boqueó, buscando aire, pero cada arrebato de rabia de Harry le producía un nuevo paroxismo. —¡Deja de reírte! —bramó él, y su voz rebotó por las paredes— .¡Siéntate! Veremos quién gana esta vez.
Ella estaba tan débil que le costó llegar hasta la mesa de masaje, donde Blake había apoyado el codo y la estaba esperando con cara de pocos amigos. Todavía riendo, se dejó caer contra la mesa.
—¡Esto no es justo! —protestó, dándole la mano—. No estoy preparada. Espera hasta que deje de reírme.
—¿Fue justo que me dejaras creer que iba a enfrentarme con una mujer normal? —replicó él.
—¡Soy perfectamente normal! —contestó Dione—. Te vencí limpiamente, y lo sabes. —Yo no sé nada parecido. Hiciste trampa, y quiero la revancha.
—Está bien, está bien. Dame un minuto —sofocó rápidamente la risa que pujaba por salir y le apretó la mano. Comenzó a tensar los músculos—. De acuerdo. Estoy lista.
—A la de tres —dijo él—. ¡Una! ¡Dos! ¡Tres!
Dione, por suerte, había adivinado que contaría a toda prisa. Puso todo su cuerpo en el esfuerzo, consciente de que el peso que Harry había ganado y los días que llevaba haciendo pesas habían aumentado sus fuerzas. No mucho, quizá, pero con el ímpetu que le daba la rabia y la risa que a ella la había debilitado, tal vez bastara para que consiguiera vencerla.
—¡Has hecho trampa! —le acusó con los dientes apretados mientras se oponía con todas sus fuerzas al empuje de su brazo.
—¡Te lo merecías!
Pasaron varios minutos jadeando, bufando y gruñendo, y el sudor empezó a correrles por la cara. Estaban muy cerca, casi cara a cara, y sus brazos se tensaban cada vez más. Dione gruñía en voz alta. El primer arrebato de fuerza de Harry la había superado, pero no había bastado para poner fin al pulso. Ahora era una cuestión de resistencia, y ella creía poder vencerle. Podía haberle dejado ganar para aplacar su ego, pero no tenía valor para engañarle de ese modo. Si Harry ganaba, lo haría a costa de todos sus esfuerzos.
La determinación debía notársele en la cara, porque Harry gruñó:
—Maldita sea, ahora deberías dejarme ganar.
Ella jadeaba, buscando oxígeno.
—Si quieres ganarme, tendrás que esforzarte —dijo—.Yo no dejo ganar a nadie.
—¡Pero yo soy un paciente!
—Eres un oportunista.
Él apretó los dientes y empujó más fuerte. Ella agachó la cabeza de modo que la apoyó en el hueco del hombro de Harry y contraatacó con todas sus fuerzas. Empezó a notar que el brazo de Harry iba retrocediendo muy despacio. La exaltación que siempre le producía vencer atravesó sus venas, y tumbó el brazo de Harry sobre la mesa de golpe, dejando escapar un grito de júbilo.
Sus jadeos llenaron la habitación. A Dione, el corazón le atronaba los oídos como los cascos de un caballo al galope. Seguía recostada contra él, con la cabeza apoyada sobre su hombro, y notaba el latido de su corazón a través de todo su cuerpo. Se apartó de él lentamente y dejó caer su peso sobre la mesa. Harry se echó hacia delante y cayó también sobre la mesa como un pelele, inhalando profundas bocanadas de aire mientras su cara iba perdiendo su rubor hasta adquirir un tono casi normal. Al cabo de un momento, él apoyó la barbilla en el brazo doblado y la miró con unos ojos verde en los que todavía había nubarrones de tormenta. Dione respiró hondo y se quedó mirándolo.
—Estás muy guapo cuando te enfadas —le dijo. Él parpadeó, sorprendido. Se quedó mirándola con estupor un momento tan largo que pareció quedar suspendido en el tiempo; luego escapó de su garganta un extraño borboteo. Tragó saliva. Lo siguiente que se oyó fue una carcajada a pleno pulmón. Echó la cabeza hacia atrás y se llevó las manos al estómago. Dione empezó a reírse de nuevo.
Harry se retorcía de la risa, meciéndose hacia delante y hacia atrás. Volvió a golpear los mandos con el puño, y el brusco movimiento de la silla, combinado con sus balanceos, bastó para tirarlo al suelo. Fue una suerte que no se hiciera daño, porque Dione no habría podido parar de reír aunque su vida hubiera dependido de ello. Se dejó caer del taburete y se tumbó a su lado, levantando las piernas hasta la tripa.
—¡Basta!¡Basta! —gritó mientras las lágrimas le rodaban por la cara.
—¡Basta!¡Basta! —repitió él y, agarrándola, le hundió los dedos en las costillas.
A Dione nunca le habían hecho cosquillas. No sabía lo que era jugar. Quedó tan sorprendida por la euforia insoportable que le producían los dedos de Harry en las costillas que ni siquiera se asustó al sentir su contacto. Chillaba con todas sus fuerzas y se estaba revolcando por el suelo para intentar alejarse de aquellos dedos que la atormentaban cuando otra voz se interpuso entre ellos.
—¡Harry! —Serena no se detuvo a interpretar la escena que tenía lugar ante sus ojos. Vio a su hermano en el suelo, oyó gritar a Dione y supuso al instante que había ocurrido un terrible accidente. Sumó al alboroto un grito angustiado y se lanzó hacia Harry, lo agarró con ansia y lo hizo rodar hacia ella.
Aunque Serena no tenía permiso para ir a la casa durante el día, Dione le agradeció la interrupción. Se apartó temblando de Harry y se sentó. Sólo entonces se dio cuenta de que Serena estaba al borde de la histeria.
—Serena, no pasa nada —decía enérgicamente Harry, que había notado antes que ella el estado de ánimo de su hermana—. Sólo estábamos jugando. No estoy herido. No estoy herido —repitió.
Serena se calmó y su cara pálida fue recuperando parte de su color. Harry se sentó y echó mano de la manta con que solía taparse las piernas. Mientras se tapaba, preguntó con aspereza:
—¿Qué haces aquí? Ya sabes que no debes venir durante el día.
Serena se echó hacia atrás bruscamente y lo miró con estupor, como si le hubiera dado una bofetada. Dione se mordió el labio. Sabía por qué le había hablado Harry con tanta dureza. Se había acostumbrado a que ella lo viera, y en su presencia podía moverse por la casa llevando sólo unos calzoncillos o unos pantalones cortos de gimnasia, pero todavía le avergonzaba que otros vieran su cuerpo. Sobre todo, Serena.
Ella se recobró y levantó la barbilla con aire desafiante.
—Creía que esto era una terapia, no un recreo —le espetó con la misma aspereza que había empleado él, y se puso en pie—. Perdonen la interrupción. Tenía un motivo para venir a verte, pero puede esperar.
La rabia se reflejaba en cada línea de su espalda recta cuando salió de la habitación, haciendo oídos sordos a la llamada arrepentida de Harry.
—Maldita sea —dijo él en voz baja—. Ahora tendré que disculparme. Y me avergüenza tanto explicar que...
Dione se echó a reír.
—Es tu hermana, ¿no?
Él le lanzó una mirada de advertencia.
—No seas tan engreída, jovencita. He encontrado el punto débil de tu fortaleza. Tienes más cosquillas que un bebé.
Ella se alejó prudentemente de su alcance.
—Si vuelves a hacerme cosquillas, me acercaré a ti de puntillas cuando estés dormido y te echaré por encima agua helada.
—Serías capaz, desdichada —bufó él, y la miró con enojo—. Quiero una revancha dentro de dos semanas.
—Te gusta que te castiguen,¿eh? —preguntó Dione alegremente, y se puso de pie para considerar la cuestión de cómo iba a levantarlo del suelo y subirlo a la mesa.
—Ni lo intentes —ordenó él al ver su mirada inquisitiva. Ella sonrió avergonzada, porque había estado a punto de intentar levantarlo en brazos—. Llama a Miguel para que te ayude.
Miguel era su chofer, su hombre para todo y también, sospechaba Dione, su guardaespaldas. Era bajito y nervudo, duro como una roca, y lucía en la mejilla izquierda una cicatriz que estropeaba su rostro moreno. Nadie le había dicho cómo le había contratado Harry, y Dione no estaba segura de querer saberlo. Ni siquiera sabía de dónde era Miguel; podría haber sido de cualquier nación latina. Sabía que hablaba portugués, además de español e inglés, así que sospechaba que era sudamericano, pero nadie se lo había confirmado ni ella había preguntado. Bastaba con que se dedicara a Harry. Miguel tampoco era muy dado a hacer preguntas.
Si le sorprendió encontrar a su jefe en el suelo, la sorpresa no se reflejó en su semblante. Dione y él levantaron a Harry y lo colocaron sobre la mesa.
—Miguel, necesito que coloques aquí otro dispositivo como el de la piscina —dijo Harry—. Podemos tender una barra que cruce el techo, así —dijo, indicando la habitación a lo largo—. Como el brazo de la polea gira en todas direcciones y corre a lo largo de la barra, podré subirme y bajarme cuando se me antoje.
Miguel observó el techo, haciéndose una idea de lo que le pedía.
—No hay problema —‐dijo por fin—. ¿Mañana está bien?
—Si no puedes hacerlo antes, supongo que sí.
—Eres un negrero —le dijo Dione mientras le masajeaba la espalda con el aceite tibio.
—Estoy recibiendo lecciones de ti —murmuró él, soñoliento, con la cabeza hundida en el hueco de su brazo. Aquel comentario le valió un pellizco en el costado, y se echó a reír—. Algo tiene de bueno —prosiguió—. No he vuelto a aburrirme desde que entraste en mi vida como una apisonadora.
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Amanecer contigo- H.S.
RomansaEl accidente que despojó temporalmente a Harry Remmington de la capacidad de andar le arrebató también el deseo de vivir. Hacía falta una mujer cuya alma estuviera tan paralizada como el cuerpo de Harry para devolverle el gusto por la vida. ...