1. Rodrigo

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Rojo.

Todo era de color rojo.

El suelo de tierra comenzaba a enlodarse con la sangre que salía del pecho de Gabriel. El chico tenía una enorme lanza atravesándolo por el pecho, y perdía la sangre con una alarmante velocidad. No había podido llegar a tiempo, y ese chico estaba pagando el precio.

Apenas podía oír el llanto de Amanda o los gritos de dolor de Pavel. Haku intentó darle un poco de chocolate, pero Gabriel se estaba ahogando con su propia sangre. Poco a poco dejó de moverse hasta que finalmente su cuerpo quedó inerte en el suelo, y entonces se desintegró en un montón de arena que se fue con el viento.

Un viento que estaba cargado con el característico olor dulzón de la muerte y la putrefacción.

Un zumbido llenó mis oídos, que fue cortado por una vieja voz femenina que conocía a la perfección. Una voz antigua y poderosa que hacía temblar mis huesos.

—No eres un héroe —susurró la voz. Sentí un escalofrío por la cercanía de la voz, casi como si me estuviera hablando al oído—. Sólo eres un chico ingenuo que piensa que podrá salvar a mundo —continuó la voz—, cuando ni siquiera pudiste salvar a tu propia madre.

Haku se acercó preocupado. Decía algo, pero no podía oírlo o verlo con claridad. Esa voz estaba llenando mi mente, nublando mi vista. Sentí que Haku me tocó el hombro y en seguida retiró su mano con un gesto de dolor.

El aire se volvió más caliente a mi alrededor, pero el sudor frío caía por mi frente y mi espalda. Haku se alejó rápido de mí, jalando a los otros dos chicos. Los tres corrieron a refugiarse en los túneles.

—Sabes lo que hay que hacer. Venga al pobre hijo de Xólotl continuó diciendo la voz, regodeándose por el momento. Casi podía ver esa sonrisa sin labios pero llena de colmillos—. Ellos se lo merecen, abraza la oscuridad, acaba con ellos.

Y eso hice.

El rey gigante ganoko sonreía mostrando su repugnante boca a la que le faltaban varios dientes. Él era mi objetivo.

Corrí lo más rápido que dieron mis piernas, dejándome llevar por la furia que invadía mi cuerpo. Era como una adrenalina mejorada, que me daba más fuerza y potenciaba el odio que sentía. Apreté los dientes tan fuerte que me dolió la mandíbula y mis nudillos se volvieron blancos alrededor del mango de la espada.

Mis alas se extendieron y con un aleteo alcancé al gigante. Fue menos de un segundo, pero pude ver a la perfección como el rostro de satisfacción del rey se convirtió en una mueca de horror.

Encontré un placer perverso en ese momento, disfrutando su dolor y su miedo, alimentando mi propio odio. Me sentía más poderoso, más vivo, más fuerte que nunca. Y entonces mi espada penetró el pecho del gigante, ensartando su corazón.

La Trilogía Azteca 3: El Monolito del CaosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora