Parte 1.

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Bruno.

El viento no ayudaba demasiado teniendo en cuenta la estación en la que nos encontrábamos: invierno. Decidí invitar a Ámbar a tomar un chocolate caliente de esos que vendían en el Kiosco, necesitaba hablar con ella. Mientras me subía a mi destartalado Civic negro, iba creando múltiples de diálogos que podría utilizar. ¿Cómo se lo puedo decir? Encendí la calefacción y empecé a reversear para tomar mi rumbo.

Sólo tenía claro una cosa: nada de esto terminaría bien.

Llevaba puesta una chaqueta estilo aviador de color tinto con unos jeans estilo skinny completamente negros, y para los pies, unos vans blancos sólo para que hiciera juego con la polo que traía debajo de la chaqueta, aunque soy chico me gusta vestirme bien. Mientras subía colina arriba para dar vuelta a mano izquierda, me estacioné frente a una tienda, no para comprar, sino para pensar qué era exactamente lo que le iba a decir a Ámbar. Estaba a tan sólo dos cuadras de su casa y los nervios me estaban torturando, manipulando, para posteriormente, matarme.

–Ámbar, sabes que todo este tiempo que hemos pasado… No, eso es muy tonto. –Pausa- Ámbar, necesito decirte que… estoy enamorado de ti. ¡No, eso suena desesperado! –Miro el celular, en el cual tengo un mensaje de Ámbar diciendo que ya estaba lista y suspiro con la esperanza de que ella sienta lo mismo. –No queda que arriesgarme a mis palabras incoherentes.

Tomo de nuevo el volante y me dirijo hacia la puerta de su casa. Ámbar sale vestida con unos jeans claros ajustados, un buzo gris oscuro con unos converse negros, su cabello castaño largo y suelto, combinaba con sus ojos color miel y aunque ella se quejaba de su delgadez como un defecto, así como los barritos minúsculos que parecían de vez en cuando visitarla, para mí era única. Su físico se me antojaba lejano cuando su personalidad era la prueba única y verdadera de su belleza. Me saludó con una sonrisa sincera al subir al auto.

– ¿Te doy una foto mía para que la admires todo el día? –Reí ante la pregunta, mientras ella se acomodaba en el asiento.

–Sería una pena que ya tuviera muchas de las que te tomas con mi celular cada vez que me descuido, podría pensar que lo haces a propósito. –La provoqué.

 –Yo le llamaría: suerte. No cualquiera tiene ese placer.-Contesta con un guiño.

 –Suerte sería no tener la memoria llena cada vez que coges mi celular, querida.

Con ese diálogo y al ritmo de Lady Day de Lifehouse tomamos camino al kiosco. El nerviosismo que sentí hace un momento fue sustituido por una profunda paz, así que para inundar de paz el lugar, comencé a cantar imitando tener una voz ronca y súper desafinada.

– ¡Por Dios, mis oídos! Deberías de dejar de aullar, Bruno. –Me detuve a verla y reconocí ese brillo que sólo a unos pocos se les puede ver, esa chispa que enciende a cualquiera, se veía feliz. – Tengo algo que decirte, yo también.

            –Me lo puedes decir ahora. Al menos que te hayas dado cuenta de que estás loca por mí y no podrías vivir sin mí. Eso ya lo sé, Ámbar. –Ella río.

–Te lo diré después del chocolate que tanto ansío en este momento, y por supuesto, tú tienes algo que decirme.

–No comas ansias y esperemos entonces a ese chocolate. –Los nervios regresaron, no para bien.

            Aunque la miraba radiante de felicidad, por una extraña razón yo comencé a sentirme mal, no por el chocolate que estaba deliciosamente caliente compartiéndole un poco de ese calor a mis manos, un extraño presentimiento de que algo iba mal. Pero todo a mí alrededor estaba bien. Eran las diez de la mañana, después de que la señora nos confundió creyendo que éramos pareja, entre bromas y bromas nos sentamos en una banca blanca que estaba frente al pequeño museo que yacía debajo del kiosco y a un costado de la catedral.

            –Deja de perder el tiempo mirando y sorbiendo ese chocolate. Anda y dime todo lo que me tengas qué decir, porque estoy ansiosa, repito, ansiosa. –Sus grandes ojos miel brillantes como un par de diamantes, me obligaron a bajar la vista a esos labios de color fresa por un labial estirados en una amplia sonrisa. Desvié la mirada hacia un mechón que salía de lugar y que ella ahora mismo acomodaba detrás de su oreja derecha. Dejé escapar un suspiro en señal de que me rendía. Y ella como si fuera psicóloga, agrega: –Vamos, poco a poco, suéltalo.

            –Estoy enamorado de ti, Ámbar. –Dije, así sin rodeos porque sé que ella detesta que den rodeos y vueltas a las cosas. De un sopetón. De un tirón. De la nada. Con muchos extraños sentimientos, me atreví a mirarla a los ojos.

Entonces la observé partir, desde la banca.

  

Y esa fue la última vez que la vi a ella y su sonrisa.

Antes del accidente, claro.

Entonces, ¿qué somos tú y yo?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora