Parte 3

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  • Dedicado a Pedro Sicaeros Diarte
                                    

Bruno.

Con el celular apagado había decidido pasar una nochebuena como cualquier otra. Estaría con la familia, mis amigos vendrían por mí para salir, o quizás, nos quedáramos afuera de mi casa platicando. Comúnmente, preferiría ir a darle el abrazo a Ámbar en cuanto fuera navidad, como cada año, pero esta vez, sería distinto.

            Algunos familiares de fuera se dieron la oportunidad de venir a visitarnos, la casa estaba adornada por muchas luces de colores, las cuales hacían contraste con el color ladrillo marrón de la casa, que colgaban desde el tejado abriendo paso para rodear las ventanas que estaban en forma de un semicírculo grande. Arriba de la cochera, mamá se había divertido tanto al colocar un Santa Claus al lado de Rodolfo el reno, estos dos no tenían una muy buena apariencia, quizás quiénes los fabricaron no tenían alguna pizca del espíritu navideño. Justo al entrar por la puerta principal, se veía un enorme árbol de navidad adornado por esferas, luces y más luces, y debajo de él, el nacimiento del niño Dios. Y para qué decir, mamá ama estas fechas.

            Los más pequeños persiguiéndose unos a otros, algunos encendiendo luces de bengala. Otros poco más grandes jugaban videojuegos en la sala, mientras los mayores cenaban y platicaban de cosas aburridas; ahí me encontraba yo.

            La puerta fue golpeada fuertemente. Los pitidos constantes de un coche, lo sucedían. Alguna broma de mis amigos, eso seguro. Mi mamá harta de esas bromas me miró con enfado, moví la cabeza demostrándole mi desacuerdo con las ideas tontas de mis cuates. Y aceleré el paso hasta trotar porque aquellos jaleos y hasta gritos de mi nombre me estaban poniendo la piel de gallina. Abrí la puerta.

            Estupefacto miro a la señora Vanessa, mamá de Ámbar,  frente a mi puerta, que sin más, se mete a la casa encolerizada. Me pasa de largo y va justo dónde está la familia reunida como si buscara a alguien. Mi mente comienza a divagar y rezo para que todo esté bien, intuyendo lo contrario. El papá y hermano menor de Ámbar se posan a mi lado, mientras no dejo de observar a la señora quien se da media vuelta:

– ¿Y ella? –Me mira con rabia pero los ojos se les ven humedecidos. –Más te vale que seas sincero y no la estés encubriendo… ¡Dime dónde está!

–Pero… No sé… –Comienzo a titubear, mientras Sergio, su esposo, trataba de calmarla. –No la he visto desde esta mañana. No sé… ella…discutimos y no hemos hablado.

– ¿Desde qué hora no has hablado con ella? –Esta vez, su papá era el que tomaba la palabra.

–Desde las once de la mañana, creo.

En eso caigo en cuenta de que he tenido apagado el celular desde esa hora, voy corriendo a la habitación, el celular yacía sobre el tocador. Jamás me había sentido tan desesperado porque encendiera rápido, en lugar de r-á-p-i-d-o. Salgo con él a la sala de estar. Atento a la pantalla. Mis papás ahora se encontraban hablando con los señores, Vanessa ahora lloraba en el hombro de mamá y el pequeño Héctor sentado en un sillón, solo y volteando a todos lados. Un mensaje llama mi atención: Su tarjeta SD está… Quería tirar el celular cuando por fin me aparecen tres llamadas perdidas y un mensaje de Ámbar. Me voy directo al mensaje y cuando lo leo puedo sentir la culpabilidad sobre mí. Sin fijarme en la hora voy y cojo las llaves del auto. Salgo sin decir nada.

Con el cinturón de seguridad puesto, di marcha a la búsqueda. Siempre me había preocupado por mantener el límite de velocidad, pero ésta vez, miraba como subía la aguja del velocímetro, había tomado la Av. Crisólogo Larralde para manejar tranquilamente sin ser interrumpido por una multitud de topes, el parque Saavedra estaba acompañado solamente por algunas luces que reflejaban la única compañía de la luna, todas las familias estaban en sus casas. No quería preocuparme sin saber qué era lo que iba a suceder cuando estuviera con ella. Pero eso no podía deshacer el enojo que traía hacia conmigo mismo por apagar el celular solamente porque no quería hablar con ella después de que charlamos. «Debí de llamarla» pensaba. El celular no dejaba de sonar y sonar, hablaban de mi casa pero no me encontraba en condiciones para estacionarme y contestar una llamada en la que no dejarían de interrogarme.

Nos encontrábamos en la Avenida Los Constituyentes, la larga carretera semivacía, iluminada de principio a fin, con un paisaje hermoso característico de Buenos Aires, una especie de mezcla de realidad, edificios altos, supermercados y casas con bonitas fachadas. Manuel ignoraba mis suplicas. Quería que parara. Que se retirara de esta insignificante carrera. Quería bajarme del auto. Comenzaba a marearme y él seguía atento al camino con su semblante frío, que por si fuera poco, cada segundo que pasaba se le podía notar la cólera que sentía al ver que el Civic negro que nos llevaba la delantera hace un par de minutos, se perdía más y más entre la oscuridad.

Al llegar al cruce que indicaba el final de la Avenida Crisólogo Larralde, me tomo el tiempo para bajar la ventana, necesitaba un poco de aire fresco, me fijo para los dos lados.

El final de la carrera sería de vuelta a la fiesta, pero para eso tendríamos que pasar el cruce que ahora quedaba a unos cuantos metros, para darle la vuelta a la primera manzana y tomar la misma Avenida.

Ningún carro viene.

Acelero para tomar la Avenida Los Constituyentes.

Un carro negro sale de la nada. Manuel trata de frenar, pero por la velocidad que llevaba, comienza a perder el control del auto. Antes de darme cuenta de qué es exactamente lo que está pasando. Creo reconocer el Civic.


Es extraño aún incluso cuando sabes lo que está por venir. La muerte, aunque sabes que un día te alcanzará, jamás podrás imaginar el día o el cómo, solamente sucede. Y todo se acaba.

Entonces, ¿qué somos tú y yo?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora