Confidencia

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Arnaldo había llegado al Teatro Colón una hora antes de lo propuesto. Tenía ensayo. En un mes se estrenaría Le'elisir d'amore. Decidió aguardar en un asiento de la última fila de la sala. Poco después, un señor mayor se ubicó a su lado.

–¿Nervioso? −le preguntó.

–Expectante. Va a ser la primera vez que voy a cantar en público.

–Estás igual que yo, en mi primer día.

–¿Usted trabajó acá?

–¡Ajá! Te puedo contar mis comienzos, si me lo permitís.

–Me interesa. Además, se me va a hacer más corta la espera.

–Me acuerdo como si hubiese pasado ayer, a pesar de que hace tanto tiempo... El teatro estaba lleno de aspirantes a ingresar en la orquesta. Habíamos llegado tarde con el grupo del conservatorio. No nos querían dejar dar el examen práctico. Nuestro profesor hizo que colocáramos los bolsos y los instrumentos junto a una columna y pidió que lo llevaran a hablar con alguna autoridad. Quería ver si podía arreglar el asunto.

Tuvo que explicar que veníamos del interior, que el tren se había atrasado y que ni siquiera habíamos podido ir a dejar el equipaje al hotel.

Mientras tanto, un hombre de acento extranjero se nos acercó. Nos preguntó de dónde veníamos y cuáles eran nuestras ambiciones. Algunos respondieron que deseaban avanzar en sus estudios, otros, hacer carrera en Buenos Aires; muchos, triunfar en Europa... Yo no hablé. Estaba preocupado. ¡A ver si después de tantas horas de práctica y con el sacrificio que habíamos hecho para juntar el dinero, no nos dejaban pasar!

Me aparté de ellos y me fui a investigar si se podía acceder desde arriba. No habían transcurrido ni diez minutos cuando el hombre que había estado curioseando sobre nosotros vino hacia mí. Su aspecto era algo extraño, pero sus profundos ojos celestes me inspiraban confianza:

–¿Ansioso? −interrogó.

–Un poco −contesté.

–¿Qué instrumento toca?

–El violín. ¡Quisiera llegar a ser el mejor violinista de este teatro! –recalqué convencido.

–Todo va a estar bien. Vino al lugar apropiado −agregó.

–Gracias. Me tengo fe −respondí muy seguro de mí mismo.

Por suerte o por la insistencia de mi mentor, logramos que nos dieran un lugar en la última fila. Me senté en la única butaca libre justo antes de que cerraran el acceso.

Me concentré en ver qué pasaba con los que estaban primero. El método era simple. Si el director aprobaba al aspirante, lo hacía parar en el pasillo, si no, lo mandaba a sentar.

De repente, me di cuenta de que no tenía el violín. Con el apuro, me había olvidado de ir a buscarlo. Se lo dije a mi maestro:

–La culpa es suya, por desatento. Ya armamos demasiado alboroto. No voy a permitir que por su descuido descalifiquen a los demás. Vuélvase a su sitio.

Volví, pero no quería resignarme. Para colmo, no tenía a quién pedir uno prestado; los chicos que habían llegado conmigo tocaban trompeta, arpa, flauta y clarinete.

La angustia se empeñó en tutelarme hasta que un rayo se hizo cargo de mi situación y colaboró con mi ser indefenso provocando un corte total de la energía eléctrica.

Nos recomendaron no movernos de donde estábamos. Dijeron que el personal de mantenimiento iba a resolver el tema. Mi cerebro trabajaba a gran velocidad. Por un lado, yo rogaba que se suspendiera todo para el día siguiente; por el otro, planeaba salir; habían abierto la entrada y estaba cerca.

Lo hice, pero fue en vano. No se veía nada y no pude convencer a los electricistas de que me ayudaran con sus linternas.

En cuanto me ubiqué de nuevo, sentí un tirón en el brazo que me turbó; después, un movimiento envolvente sacudió mi mano derecha.

Cuando el equipo técnico solucionó el problema y se encendieron las luces, yo sostenía, como por arte de magia, un violín entre mis dedos.

Pronto nos llegó el turno y caminamos hacia el escenario.

–Veo que apareció lo que había perdido. ¡No, si son hijos del rigor! Usted va a ser el primero, así no le vuelve el miedo y lo pierde otra vez −sentenció mi maestro.

–¡Siguiente! −llamó el director, muy apurado por recuperar el tiempo.

Toqué como nunca lo había hecho. Tenía la sensación de que era Mozart el que estaba ejecutando su obra. Cuando terminé, el examinador exclamó:

–¡Bravo! Tiene un futuro brillante.

A los seleccionados nos condujeron hasta una oficina. Expliqué que había extraviado mis pertenencias y me hicieron llenar unos papeles antes que a los demás.

Cuando llegué al hall, mis cosas no estaban, pero la sala estaba abierta. Entré para preguntar si alguien las había guardado. Al único que encontré fue al hombre de ojos celestes:

–El violín se lo regalo. Estoy seguro de que ha de darle muchas satisfacciones –me dijo.

–¡Así que usted fue el que me salvó la vida! −exclamé.

–Ha tocado de manera excelsa −observó−, pero no se duerma en los laureles. Sus proyectos deben apuntar a la posteridad.

–Es muy amable. Gracias. ¿Qué puedo hacer para retribuir su gesto?

Su respuesta fue terminante:

–Devuélvame mi mano.

A esa altura, el hombre se había acercado bastante. Simultáneamente, se habían ido apagando las luces, pero con la charla, no lo había notado.

El teatro era una boca de lobo. Un nuevo tirón me estremeció.

Un viejito que traía una linterna hizo que girara la cabeza.

–Disculpe −dijo−. Apagué porque creí que se habían ido todos.

–Pero, ¿no ve que hay dos personas conversando? −rezongué.

El anciano enfocó hacia mis costados:

–¿Cuáles? Solo lo veo a usted. Su violín es una reliquia. ¿Cómo lo consiguió?

–Por milagro −contesté bastante confundido.

Me acompañó hasta la salida.

Mis amigos habían recuperado lo mío. Me rodearon con aplausos. Me puse a tocar en plena calle a pesar del clima, todavía inestable. Ahí comprendí que de mí dependía que lo mágico se hiciera realidad.


Cuando el desconocido termino el relato, Arnaldo agregó:

–Su historia es hermosa, pero ese hombre era... Digo, el que le dio el violín, el de la mano... Usted, ¿quién es? ¿No será un... ¿Usted está...

–¿Muerto? No en este lugar. Aquí viviré siempre. Y no soy el único. Dentro de estas paredes se mezclan la ficción y la realidad, las personas y los personajes, los autores, los músicos, los cantantes... Mirá, allá en el palco está Julieta del brazo de Romeo. En la primera fila está Carusso; en la segunda, Juan José Castro; en la cuarta, Verdi, con Aída. Más atrás, Jorge Donn y Norma Fontella y al costado está Beatrice.

–¿O sea que yo, entonces...

–No, a vos te falta mucho, pero estás en mi butaca.

–¿La de aquella vez?

–La misma. La última de la derecha. Ahora, tenés que saber una cosa. En cuanto te levantes, te vas a olvidar de mí.

–¿Por qué? No voy a contar nada. ¿Es necesario?

–Lo es, aunque tu corazón va a saber que te estamos acompañando.

– ¡Voy a poner mi alma en lo que toque!

–No me cabe duda. Ya sos parte de este sitio. Andá. Están por llegar tus compañeros. Y no creas que vos elegiste la butaca. Ella nos eligió a los dos. No te olvides que ella también está adentro de los muros mágicos del mejor coliseo del mundo.

Te abrazoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora