Mi primer cigarrillo

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El primero en ofrecerme un cigarrillo fue un novio que tuvo mi madre. Era 31 de diciembre. No se lo acepté. Sospechaba que lo hacía para ponerme en evidencia. Siempre quiso sacarme del medio. Pero él insistió:

–Hacete hombre –me dijo.

Negué con la cabeza y me fui del jardín donde estaba pretendiendo estudiar geografía, una de las muchas que me habían quedado para rendir en febrero.

Cuando pasé por la cocina se lo conté a mamá. Bajito, se lo conté. Estaba seguro de que el tipo me iba a pisar los talones.

No me equivoqué con eso. Lo vi que entraba y me metí en el baño.

Mamá se lo recriminó. Se puso furioso:

–¡Ya te vino con la alcahuetería! Dejámelo a mí. ¿O lo querés volver maricón? Mejor, dedicate a tu hija, vos. A la Sofía es a la que hay que tener cortita. Mucho librito, pero no me sabe coser ni el dobladillo del pantalón.

Dicho eso, golpeó la puerta de mi guarida y preguntó si me pensaba quedar toda la tarde sentado en el inodoro. Abrí la ducha para ganar tiempo.

Cuando salí, mamá sacaba del horno un pan dulce de los que hacía para vender. Él se zarandeaba en la hamaca de mimbre que había comprado mi viejo poco antes de morir. Volvió al ataque con lo del cigarro:

–Dale, agarrá. Un día de estos, vos y yo nos vamos a ir de putas.

–Yo con vos no voy a ninguna parte –contestó mi odio que, entre tantas cosas acumuladas, agregaba el fastidio que me producía el ninguneo que le hacía a mi madre en su propia cara.

Se levantó y me puso el atado en la mano. Yo se lo tiré al suelo y lo escupí. Él me agarró del cuello y me arrinconó contra la pared:

–Si lo volvés a hacer, te echo a la mierda –amenazó mientras acompañaba mi cabeza hasta el piso para que lo levantara con los dientes.

Mi vieja intentó intervenir, pero él le dio un empujón que la hizo sentar en una de las sillas que hacían juego con la mecedora. Después, se metió en su cuarto.

A la hora, lo vi aparecer vestido con uno de los sacos de mi papá. Me hizo cargo del llanto de mi madre.

A pesar de que ya tenía la excusa perfecta para irse a festejar fin de año con sus amigos, siguió la comedia. Esa vez, con mi hermana:

–A mí, jetas largas no me hacés, trolita.

Ahí nomás, estrelló el plato con el pan dulce recién horneado en las baldosas ajedrezadas del comedor y le gritó:

–¡Juntalo! Si no te gusta, ya sabés lo que tenés que hacer.

Desapareció por el portón de nuestra casa, de la que mi padre había heredado de mis abuelos.

Sofi se abrazó a mamá y le pidió que reaccionara, yo corrí a mi habitación dispuesto a empacar mis cosas.

Mientras estaba cerrando un bolso que había llenado con lo imprescindible, me acordé de la bicicleta que el hijo de puta me había confiscado en el galpón del fondo. Salté por la ventana para ir a buscarla sin despertar sospechas. No quería ninguna interferencia en mi decisión. Llevé la linterna y algunas herramientas que tenía encanutadas entre las cosas del cole. Sabía que iba a tener que hacer saltar el candado.

A la bici la encontré bien atrás. El camino estaba entorpecido por chirimbolos que revoleé para cualquier parte. Conseguí llegar, pero no la podía mover. Estaba atascada con un felpudo viejo.

Hice fuerza con el pie y lo rompí. Al pisar la otra parte, noté que había algo debajo del pedazo que quedaba. Metí la mano y saqué un revólver.

Tenía el corazón galopando. Me preguntaba si el desgraciado estaría pensando en matarnos a los tres. No podía dejar solas a Sofi y a mamá. Tenía que aprovechar que él se había ido. Revolví un poco más, y me valió de mucho.

Necesitaba ayuda. Busqué a mi hermana y le conté. Entre los dos elaboramos un plan.

El tipo volvió un rato antes de las doce. A buscar la pirotecnia que tenía almacenada, volvió. Tuvo poca suerte. Yo la había descubierto primero.

La usó Sofía; como todos los vecinos, la usó; cuando el mierda la estaba buscando, la usó; mientras yo le disparaba el cargador, la usó.

Mamá me ayudó a enterrarlo entre los malvones que crecían como plaga por el jardín. Sabíamos que no tenía familia y que ningún amigo iba a reclamar porque cada tanto se piraba un tiempo. Creo haberle hecho un buen homenaje. Le puse entre los dedos el atado de cigarrillos, para que no se sintiera solo.

Te abrazoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora