Punto de partida

85 9 11
                                    


No puedo creer lo que está pasando, Manuel. Casi diez años de vida de hospital. Tus manos que alejaron tantas veces la muerte se entregan ahora a esta injusticia que nos deja huérfanos de tu presencia.

Recuerdo cuando decías que lo destinado a los hospitales no tenía que ser una limosna que había que solicitar reiteradamente y que la salud era un legítimo derecho de las personas. No querías tener que elegir más entre dos bebés y una sola incubadora disponible.

¿Adónde irá tu sueño de un hospital hecho entre todos? ¿Alguien se animará a publicar los apuntes que guardabas en el tercer cajón de tu escritorio?

Proponías un horario de visitas extenso. Asegurabas que el cariño era la herramienta más valiosa para la recuperación de los enfermos. Tus oídos estaban dispuestos a escuchar a los demás; dabas todo, sin guardarte nada. Las estrellas, el mate y yo te acompañábamos cuando quitabas horas al sueño para investigar... 

Hoy, desconsolado ante lo irremediable, quisiera poder decirte que ojalá estuviera en mí cumplir con lo que proyectabas, querido amigo.

Opinabas que los médicos mayores tenían que estar abiertos a los avances de la ciencia y que los más jóvenes deberían estar atentos a sus consejos. Te constaba que había quienes sacaban dinero de sus bolsillos para comprar elementos indispensables, pero vos y yo sabíamos que otros se llevaban lo que no les correspondía.

Llegan ahora voces que te critican. ¡Si supieras cómo me duele no poder defenderte! Soy el único que puede explicar por qué tu espíritu luchador se rindió esta vez. 

Todo comenzó cuando Alicia llegó al Zubizarreta y te dijo que tenía un terrible dolor de cabeza. Mientras la examinabas, te adiviné el pensamiento; conocía cada uno de tus gestos. los diagnósticos adversos estrujaban tu alma. ¡Cómo me gustaría poder haber salido en tu defensa!

Cuando te trajeron los exámenes de ese joven sol de pelo rubio, tu puño casi rompe el escritorio. Ella te había contado de su gusto por la música y las flores; vos te propusiste hacerla feliz a tu manera. La venías a ver cada tarde a esta que iba a ser su última morada y te quedabas lo que podías a su lado con la intención de aliviar un dolor resistente a todos los medicamentos.

¿Por qué no pude gritar que tu sonrisa de hombre extraordinario fue la última imagen que se llevó con ella? ¿Cómo no pudieron entender que esas dolencias terribles torturaban a ese ser indefenso que merecía la paz del descanso eterno?

La solitaria noche en que desconectaste el cable, te vi llorar, Manuel querido. Te escuché decirle en voz baja que la esperaba un paraíso de música y jazmines. Me fui detrás de tu paso triste. Me rozaron tus lágrimas sinceras.

Después, vino la familia, acusadora e implacable. Enseguida, el desafuero, el cachetazo injusto de tu infarto y tu muerte a la que no me resigno.

Creo que voy entendiendo tu corazón desalentado: ¿Podría pedírsele a la luna que luciera sin cielo? ¿Podría flotar un barco en un sitio sin agua?

Yo, que ya no tengo nombre ni con quién desayunar en las mañanas, tampoco quiero vivir ahora. Por eso estoy acá, en tu lugar, donde deseo terminar mis días y aunque me saquen de tu sillón, volveré a él. Ya se van a aburrir, al fin y al cabo no soy más que un pobre gato del Hospital Zubizarreta. 

Te abrazoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora