Prólogo

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20 de julio de 2015.

Valentina Brown, 17 años.


La acidez estomacal que sentía no fue provocada por el licuado de fresas que tomé, sino por las emociones reprimidas que estoy experimentando al ver a papá ayudarme con las maletas que van al carro, pues no pensé que llegaría a tomar la decisión de estudiar la universidad en un internado a 4 horas de donde vivo. Pero tampoco me estoy arrepintiendo, para ser honesta fue algo que llevaba deseando desde mediados de preparatoria, todo con la simple finalidad de no seguir rodeada de la misma gente idiota. Sé que estar en otro lugar me hará bien, ver rostros diferentes y respirar otro aire es lo que aspiro. Mi habitación ahora se siente desolada y fría y en ella únicamente puedo escuchar el rebotar de aquella pelotita antiestrés que usaba cada vez que tenia un ataque de pánico. Un suspiro tembloroso acaricia mis labios y pareciera que lo retuve desde que desperté.

El reloj marcaba las 05:21 a.m. las manecillas torturaban mis oídos con exacta lentitud que me dan ganas de vomitar, lleve la mirada a la pelotita roja y las ansias por apretarla me hicieron temblar, pero me repetí mil y una veces que ya no la necesitaría, que debía ser fuerte, y es que de pronto alejarme de mis padres después de 17 años es algo que me frustra mucho, aunque no lo demuestre. Papá entra a la habitación para llevarse la ultima maleta, su melena anaranjada me trae tantos recuerdos y él me da un asentimiento para salirse inmediatamente. Mire mis pies y los escenarios en mi mente me hace apretar los puños y manipular mis emociones por cuarta vez.

Me consideraba alguien demasiado afectuosa, cariñosa y demostrativa, amaba intensamente a la gente y la alegría era la parte más llamativa, y ahora fui obligada a borrar de un solo golpe toda mi esencia, pues mi versión más hermosa estuvo en manos de quienes no las merecían. Lastima que me di cuenta demasiado tarde. Solo era una niña inocente que creía que todo mundo podía demostrar cariño sin vergüenza, nadie me advirtió de leer las letras pequeñas de enfrentarse a la sociedad y entendí muy bien que es mejor sola que mal acompañada, que ni siquiera tu propia sombra era confiable y que la hipocresía empezaba desde el dedo meñique y crecía en el ser que menos impuro se veía.

—¡Hija! Tu papá esta afuera esperándonos. Es hora de irnos, tienes que estar allá a las 12:00 p.m.

Escuchar a mamá me dio un respiro de valentía y sin mirar nada di la vuela y cerré la habitación, conforme bajaba las escaleras mis hombros dejaban de sentirse pesados al saber que estaba dejando todos los malos recuerdas y las experiencias traumáticas. Camine seguido sin fijarme en ningún detalle más de mi casa. He vivido toda mi vida aquí tengo grabada en mi memoria hasta el más mínimo detalle, hasta el rincón sin pintura conozco a la perfección y no me hará mal irme sin echarle un vistazo.

Ya montada en el auto mientras mamá de dedica a cerrar la puerta principal mi papá no deja de mirarme.

—¿Sucede algo?

—¿Te sucede algo a ti?

Sentí esa característica mirada fría que el gran señor Brown lanza para sacar hasta los más sucios secretos.

—Tienes 17 años, es normal que la ansiedad te consuma porque no tienes ni idea de la mitad de lo que es la vida.

—No, pero esa mitad me ha demostrado de que están hechas las personas.

Dejó salir el aire.

—Yo sabía que quisiste estudiar lejos por...

—No los menciones, papá, no vas a terminar la lista.

Luego de eso no dijo más, mamá entro al auto y emprendimos el camino por largas 4 horas hacia la universidad, puse la almohada en mi cabeza para conciliar el sueño, pero esta claro que dormir no era una opción. Las casas las pasábamos con rapidez y en cada una de ellas están las veces en que caminaba hacia mi casa con la mirada perdida, el corazón destrozado, decepcionada, confundida y con el pecho hundido. Esas caminatas nocturnas donde iban con la piel desgarrada.

Encariñados con una nerdDonde viven las historias. Descúbrelo ahora