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El cielo cubierto por una niebla que no era difícil atravesar, a pesar de que sean altas horas de la tarde, fue lo que le dio la bienvenida a la chica que se encontraba caminando en la parte media de una de las dos montañas que rodeaban la pequeña ciudad a la que se dirigía.
Desde la altura a en la que estaba observó las diminutas casas cuesta abajo, dirigió su vista a su acompañante y sonrió acariciando su cabeza cubierta de pelo que lo protegían del frío al que se venían enfrentando desde que decidió viajar hasta donde se encontraba ahora mismo.
El animal aulló en un sonido más elevado al que acostumbraba haciendo dudar a su dueña, cuando finalizó y bajó su cabeza la muchacha comprendió a qué se refería gracias al lugar al que apuntaba.
Habían llegado finalmente y encontrar lo que habían venido a buscar no iba a ser tarea fácil.
Con su capucha sobre su cabeza siguió caminando para poder bajar al poco poblado pueblo, arriesgaría a decir que no eran más de mil habitantes, cosa que mientras seguía su camino no dejaba de inquietarla. En su cabeza las probabilidades de hallar o no alguna pista para descubrir qué había sucedido con su padre se veían empatadas, al ser tan pocas personas era probable que alguien supiera algo acerca de la persona robusta, de pelo claro y a los hombros junto a un probable ave con él que salía de lo normal a comparación de los residentes de allí; pero, a su vez, al ser de esa forma, podría ser que por diversas razones que los pobladores se rehúsen a darle información.
Con la preocupación dando vueltas por su mente no logró darse cuenta del momento en el que se había sentado en un tronco caído con la mirada gacha. Salió de sus pensamientos cuando sintió como la cabeza de su acompañante se situaba sobre sus muslos, sonriendo le acarició su cabeza y depositó un beso sobre el hocico del animal para después analizarlo con sus manos.
No encontraba signos que le dijeran que una de sus patas estén en mal estado y, a juzgar por como respiraba, comprendió que no estaba cansado para seguir y llegar al final de la montaña. Después de depositarle el agua en un tazón que tardó en vaciarse, continuaron su caminata de casi una hora más de duración, la cual si ella hubiese querido el tiempo hubiese sido menos de media hora, pero no tenía ninguna prisa y tampoco ganas de llamar la atención, por lo menos hasta ahora.
Cuando por fin sus pies pisaron el acero de la calle tomó de su mochila una correa verde azulada antes de guardar la capa negra y bordó en el mismo sitio. Sin ánimos de hacerlo colocó el collar en el can que, por su pelaje, hizo relucir su accesorio y se adentraron finalmente a la ciudad a la que tanto ansiaban ir.
Como toda turista, lo primero que le llamó la atención cuando lo vio, fue el precipicio de piedra que había kilómetros arriba y al que no dudaría en ir, después su vista se vio distorsionada por el humo expulsado de las fábricas que observó a costa del lago. Antes de seguir caminando por las calles comenzó a calcular el horario que era en vez de chequearlo con el reloj de la ciudad o con el que tenía en su muñeca, cortesía de uno de los cajones de su padre, por diversión.