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“En un país lejano, había una ciudad única que no se parecía a ningún otra”.

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Sus habitantes eran en su mayoría mercaderes, que comerciaban activamente con los países de ultramar. Con sus ganancias, cada familia de la ciudad trataba de embellecer su hogar, levantando pequeñas torres, creando terrazas, cambiando las puertas de madera humilde por otras bellamente talladas, de modo que sus hijos pudieran disfrutar de la riqueza, y tal vez incluso los hijos de sus hijos.

Todas las casas estaban tan adornadas con terrazas y torres que parecían crecer sin orden ni con punto fijó, y la ciudad tenía un aspecto único y alegre.

Desde el puerto salían todos los días barcos cargados de mercancías de todo tipos y las personas acudían a la plaza para despedir a los marineros, a los maridos, hermanos e hijos que se irían a viajar tan lejos. Entonces comenzaba la larga espera de las mujeres, que pasaban el tiempo hilando, tejiendo, bordando y preparándose para el feliz retorno de sus seres queridos.

Y cuando las naves fondeaban en el puerto y los rostros alegres de los marineros y mercaderes anunciaban que los negocios les habían salido muy bien en el viaje, los ancianos, las mujeres y los niños se acercaban con alegría a los marineros, cantando en coro y bailando.

El mercader más rico y más respetado era un anciano caballero viudo y padre de una hija y un hijo, que eran muy distintos entré sí.

La mayor era muy vanidosa. Gracias a que había tenido los mejores profesores, había aprendido a cantar, a bailar, a hacer reverencia con gracia y sostener una conversación ingeniosa; tenía buen gusto en cuanto a la selección de vestidos y joyas, pero todos sus méritos terminaban allí.

El más joven, sin embargo, era el más hermoso de su hermana, y no sólo bailaba y cantaba como la otra, sino que además había leído cientos de libros para enriquecer su imaginación y sus pensamientos, y con frecuencia iba a la cocina para aprender de la cocinera cómo preparar sabrosos platillos. En su tiempo libre le gustaba hacerles compañía a los niños y a los ancianos que se habían quedado en la ciudad mientras los hombres buscaban su fortuna por el mar.

Cuando era pequeño, todo el mundo lo llamaba “el niño bonito”, por sus brillantes ojos, cabello castaño y su sonrisa dulce, así que cuando creció lo llamaron simplemente “Bonito”. Eso no le gustaba a la hermana mayor, que cuando escuchaba a la gente decirle así al más joven, se ponía roja de furia.
Hubiera querido que le dijeran así a ella y trataba de ganarse el apelativo acicalándose lo mejor que podía. Su habitación estaba siempre llena con los más hermosos vestidos y le daba trabajo continuo al joyero.

Asistía a los mejores bailes de alta sociedad y a los noches de gala en el teatro. Bonito, por su parte, prefería participar en los bailes que las familias de los marineros organizaban en el puerto, dónde bailaba y se divertía la noche entera.

Todo el mundo lo quería y muchas jóvenes querían casarse con él, inclusive también los hombres, pero bonito rechazaba cortésmente cada propuesta diciendo que sentía que era demasiado joven para el matrimonio.

También su hermana mayor tenía muchos pretendientes, porque era hermosa y rica, pero también se negaba a casarse, aduciendo con arrogancia que nunca podría rebajarse a casarse con un comerciante cualquiera.

— Sólo me casaré con un duque o por lo menos con un conde — decía.

Altivamente les daba la espalda a los pretendientes y se iba a parar delante del espejo a practicar las reverencias que haría cuando llegará un duque o un conde.

Sin embargo, lo que llegó una noche fue una carta, que el mercader leyó, rodeado de sus dos hijos.

Deseoso de acrecentar su fortuna y dejar un buen dote para sus hijos, había invertido toda su fortuna en la comprá de bienes raros y valiosos que los marineros le traían en sus barcos desde países lejanos. La llegada de la flota al puerto estaba prevista desde hacía algún tiempo, pero todavía no sabían nada de ella y el mercader esperaba ansioso verla en cualquier momento, o recibir algún mensaje.
Hasta que por fin, recibió una carta; era de su amigo, el capitán, que le informaba que la flota había desaparecido y que nadie la había vuelto a ver. Era inútil seguir esperando, porque había pasado ya demasiado tiempo desde que los barcos zarparan.

El mercader leyó la carta hasta el final. Luego, miró a sus hijos, angustiado. Había invertido hasta el último centavo en aquella empresa y la desaparición de la flota significaba para él la pérdida de todos sus bienes. Iba que tener vender la mansión y todo su interior para poder pagar las deudas en las que había incurrido al comprar la flota, y sus hijos tendrían que renunciar a la ropa de lujo y a las joyas, y tendrían que vestirse como la gente del pueblo.

Todos se fueron entonces al campo, a vivir en la última propiedad que les quedaba, una pequeña granja rodeada por un poco de tierra para cultivar, lo que les permitiría al menos alimentarse.

— Perdóneme, hijos míos — dijo el mercader con lágrimas en los ojos — Ésto es todo lo que puedo ofrecerles. En el campo podremos sobrevivir porque tenemos buenos brazos para trabajar la tierra. Ustedes, niños, se ocuparán de la huerta y del gallinero y, si es necesario, también del establo y la pocilga. Además, no tendremos que gastar mucho, porque para trabajar en el campo no se necesita ropa de lujo.

Bonito acarició suavemente la mano de su padre y lo miró con una sonrisa de ánimo. Después de todo, ir a vivir al campo significaba disfrutar de la naturaleza, las flores, los pájaros, el aire puro y de buena salud. Sin embargo, al escuchar hablar del establo y el gallinero, su hermana lamento en agudos gritos.

— ¡De ningúna manera iré contigo a esa choza pérdida en el fin del mundo! — exclamó.

A fin de cuentas, no le quedó más remedio que marcharse con su padre al campo, porque todos los pretendientes ricos habían desaparecido y no querían saber nada de ella ahora que su único dote era su mal carácter.
Cuando llegaron a la casa de campo, bonito abrió todas las ventanas para que entrará el sol, el aroma de las flores y el trinar de los pájaros, pará que la situación pareciera menos triste para su hermana, que se había echado a llorar en su cama de hierro.

Sin embargo, la chica no se consolaba y siguió llorando hasta la hora de la cena, cuando se sentaron a comer los platos sencillos pero sabrosos que bonito había preparado con los productos del huerto y de los árboles frutales.

Por fortuna, bonito sabía cocinar, el granero, la huerta y el gallinero. Bonito se levantaba de madrugada, arreglaba la casa, regaba el huerto, se encargaba de las gallinas, los lechones, los terneros, lavaba la ropa en el río y solo en los pocos momentos que tenía libres tocaba el clavicordio o leía un buen libro. Luego, cuando su padre regresaba de los campos, cansado, bonito ya tenía preparado un buen almuerzo en la acogedora y limpia cocina, decorada con cazuelas de cobré relucientes.

Bonito trabajaba todo el día cantando alegremente y apenas parecía sentir fatiga.

Poco a poco, la fortaleza de bonito y su serenidad infundieron valor en su padre, pero no en su hermana mayor, que pasaba el tiempo pensando constantemente en su suerte.

Pasaba sus días de una manera distinta que el sereno y trabajador bonito.

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El Bonito y La Bestia [Finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora