PRÓLOGO.

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Había cierta presión extraña en su sien, cada vez más prolongada

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Había cierta presión extraña en su sien, cada vez más prolongada. Un sentimiento de estrés que le hizo detener el bolígrafo, cediendo ante la necesidad de un descanso.

El profesor dejó el bolígrafo y el marcador de vuelta al portalápices y estiró su cuerpo para relajar sus músculos entumecidos por la posición.

Miró las hojas que faltaban y revisó la hora en el celular, dándose cuenta de que no podría terminar con eso en una sola noche, aunque minutos atrás estaba convencido de ello. Pero también estaba seguro de que no tenía muchas opciones más allá de dormir dos horas más tarde que la habitual.

Calificar exámenes, a pesar de que todas las preguntas eran iguales, le resultaba una tarea agotadora. Sabía que de forma contraproducente esa era la razón del sentimiento. La única parte que disfrutaba realmente se encontraba en la parte trasera de la hoja llena de preguntas, una parte en la que sus alumnos debían escribir libremente la respuesta: no existía una respuesta correcta, lo único que calificaba de 1 a 5 era la manera en la que ellos plasmaban su pensamiento ante cierto tema visto en clases.

El profesor solía poner cierta atención y cierto énfasis en ello, y no le importaba mucho retrasar la fecha de entrega de calificaciones solo por digerir párrafo a párrafo lo que ellos escribían. Los chicos de la carrera de filosofía, secretamente, eran sus favoritos. Por sí solos eran maravillosos en sus pensamientos, y él era el profesor de filosofía, razón más que lógica para inclinarse a dichos grupos aun impartiendo más ramas en aquella universidad: ética y valores, política.

Ciertamente, un maestro atestado de alumnos, clases y trabajo.

Por aquel meticuloso conjunto de razones, su vida social no existía. Sus horarios estrictos no solo determinaban las horas de su vida únicamente dentro de la universidad, también dirigían su vida fuera de esta: despertar temprano, impartir clases, atender reuniones, atender a Santi, atender los trabajos, preparar más clases, esperar el día siguiente...

En fin.

Él era aquella vida social que disfrutaba más que hablar por mensaje o salir de casa: su pequeño hermanito de ocho años, quien formaba parte de su rutina pero no compartía el mismo sentimiento que conllevaba esta. El pequeño y dulce Santiago era, por el contrario, aquel escape de estrés y cansancio.

A pesar del poco tiempo que llevaba siendo maestro de universidad, su vida anterior a esa no era mucho menos diferente: leer, estudiar, trabajar. Su vida, objetivamente, era la menos relevante en un mundo tan socialmente movilizado al que él no pertenecía.

La presentación debería contener algo de su vida amorosa, ¿cierto? Pues aquí es distinto. Dicha característica humana no existía en su diccionario personal. Hacía más de cinco, tal vez seis o diez años que no experimentaba tales palabras: amor, pareja. Le llamaba tan poco la atención que naturalmente se olvidaba de ello. Se olvidaba de que, crear vínculos, era una necedad humana. Pero a él le resultaba tan complicado hacerlo que poco a poco fue perdiendo valor. Había crecido bajo viejos ideales del amor que, actualmente, no eran muy bienvenidos.

Profesor Baker (1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora