Observé a mi madre a través del reflejo del impecable espejo del baño, mientras cepillaba mi largo cabello cobrizo, suavemente, con semblante reflexivo. La preocupación se denotaba en su rostro- Antes yo solía hacerlo.
-¿El qué? -pregunté, distraída. Ella clavó la mirada en nuestro reflejo y me abrazó desde atrás.
-Esto. Yo, peinándote -aclaró y enarqué una ceja-. Cuando eras una niña. Te sentabas ahí con una sonrisa de oreja a oreja.
Señaló un taburete en la esquina, tensa. Podía notar su inquietud incluso sin mirarla de frente. Me abrazó desde atrás, estrechándome entre sus brazos. Su tacto era frío, sus largos y huesudos dedos me tocaban con delicadeza, torpemente. Estaba incluso más nerviosa que yo. Cerré los ojos y cogí una bocanada de aire para soltar un profundo suspiro.
-Voy a estar bien -afirmé. Imaginé como ella asentía. Me miré al espejo, por cuarta vez aquella mañana. Tenía la tez pálida, que enmarcaba unas facciones delicadas y una nariz respingona. Mis ojos, de un verde intenso, brillaban con osadía. Repetí para mí misma que iba a estar bien, como un mantra.
Pero lo cierto es que estaba bastante asustada.
-Ve a recoger las cosas -susurró ella y posó sus labios sobre mi mejilla, en un corto beso-, en diez minutos tendrás que irte...
Asentí una sola vez y me separé, dejando el peine sobre el desgastado lavabo y dirigiéndome a la habitación. Me quedé en el umbral unos instantes, y me di aún más cuenta de que no quería irme. Sentí un nudo en la garganta y me escocían los ojos.
Tomé una bolsa de tela e introduje dentro muda limpia y un par de libros usados. Observé detenidamente unas viejas fotos sobre la mesilla de madera. En una de ellas, mis padres mostraban una sonrisa reluciente, casi real.
Metí dentro del bolso la foto.
Después me lo eché al hombro bruscamente y bajé las escaleras con paso ligero. No quería ser tan consciente de que estaba a punto de dejar mi casa. Me miré una última vez en el único espejo roto en la entrada. Acomodé la sudadera gris con capucha y me hice una cola de caballo desenfadada. Sí, mejor recogido.
Un claxon se oyó fuera, estrepitosamente. Mordí mi labio inferior y me giré sobre los talones, para ver a mis padres con ojos cansados. Me acerqué y los abracé a ambos, con fuerza. Ellos correspondieron al instante y mi madre besó mi frente.
-Sé muy fuerte, Cam. Te queremos, e iremos a verte en cuanto podamos -me separé de ellos. Las palabras no salían de mis labios, me quedaba sin aliento. Fui hacia la puerta y les miré una última vez, para después salir y dejarles atrás.
-Yo también... os quiero -susurré cuando el frío aire del exterior inundó mis pulmones. Sabía que nadie me había oído, pero el claxon sonó una vez más. Subí a lo que parecía un autobús viejo, con las paredes metalizadas abolladas a los lados. El conductor, de rasgos duros y pelo rapado, ni siquiera me miró. Agarrando con fuerza mi pequeña mochila caminé por el pasillo para sentarme en alguno de los asientos de dos personas. Dentro del vehículo había un fuerte hedor a sudor, y el ambiente era gélido.
Me senté junto a la ventana; ambos asientos estaban vacíos. El vaho en los cristales no dejaba ver bien lo que había en el exterior, pero tampoco había demasiado para ver. Y yo ya lo había visto muchas veces.
Fuera, la guerra dejaba un sabor amargo. En algunas zonas, las calles estaban en ruinas, exceptuando edificios recientes y las franjas más transitadas. Los conflictos bélicos entre países y lugares no cesaba por el momento; la mayoría de gente estaba aterrada. Armamento nuclear, misiles... artefactos que podrían llevarse todo a su paso. Pero no era tan sencillo. Más bien, en este caso, la guerra se regía por el ojo por ojo.
Pero el polvo no era lo único que los conflictos dejaban. Me acordé de mis padres. Los lobunos y plateados ojos de mi madre, cada día más cansados; y los permanentes labios fruncidos de mi padre, llenos de arrugas.
Los escombros decían que todavía teníamos que luchar para estar a salvo. Por ello entró en vigor una ley. Los primogénitos de las familias de cada condado que cumplían los diecisiete años debían alistarse obligatoriamente en la escuela-milicia del Estado, y ser entrenados y disciplinados como futuros soldados que servirían al ejército.
Y yo estaba aterrada. Había oído rumores de chicos que no aguantaron ni un mes entero allí dentro. Yo no quería entrar en un mundo de destrucción, no más de lo que ya estaba metida, pero mi destino había sido trazado cuando yo fui la primera de mi familia. Así como el de muchos otros.
En ese momento, solo podía concentrarme en mis manos. Las tenía apretadas en puños e, incluso aunque hacía frío, estaba sudando. Comenzaría a hacerme heridas si no dejaba de apretar las uñas contra mis palmas. Solo quería salir de allí. Miré de reojo a mi alrededor.
Sentado en la fila de la derecha divisé a un chico de pelo muy corto y castaño. Lo que más me llamó la atención fue su piel, algo más morena que la de los demás. Seguramente creció en una familia de agricultores en los campos de maíz; las zonas más protegidas y aisladas de la guerra. También, además, las más cálidas.
A su lado se sentaba una chica menuda, de complexión delgada. Su tez era tan blanca como la nieve, por lo que parecía que estaba muy pálida. Esto hacía un contraste sorprendente con sus labios rojizos y carnosos, y su cabello negro como el carbón, por encima de sus hombros. Parecía una muñeca de porcelana allí sentada, bañada por la poca luz que traspasaba los helados cristales y recortaba su figura.
Y los tres teníamos algo en común: íbamos dirigidos a lo que parecía el mismísimo infierno.
Los minutos parecían horas, y nadie se dirigía una sola palabra, aunque hubo un par de miradas recelosas. El vehículo se detuvo bruscamente, haciendo que diese un ligero bote en mi asiento y contuviese la respiración.
Solté el aire al ver que la puerta se abría con un chasquido estridente y dos personas entraron dentro. Una chica de complexión atlética y aspecto rudo subió primero; la confianza brillaba en sus iris chocolate. Era alta, mucho más alta que yo. Su piel era muy tostada, casi del mismo color que sus ojos, por la genética.
Casi ni me fijé en el otro sujeto, solo en las pisadas que ella daba con sus botas negras de pelo. Lo que menos me imaginaba es que, tras echar un par de ojeadas, se sentaría a mi lado. Me removí en mi sitio, incómoda.
-Tranquila, no muerdo -vi por el rabillo del ojo como esbozaba una media sonrisa y se recostaba contra el anticuado asiento. Me percaté de la multitud de prietas trenzas alrededor de su cabeza, en las que estaba recogido todo su cabello. Parecían oscuras serpientes; me había quedado embobada-. Soy Jodie.
-Cameron -no vacilé, ni dejé que mis nervios permitieran que me trabara con las palabras-. Cam -aclaré, y por primera vez la miré a los ojos directamente. No había ni rastro de esa desconfianza con la que yo la observé segundos antes.
Y otra vez silencio incómodo, tajante. ¿Realmente quería hacer amigos? No, la verdadera pregunta, ¿realmente necesitaría amigos allí?
Recostándome contra el cristal, mis párpados comenzaron a sentirse pesados; casi no había dormido nada aquella noche. No te duermas, Cameron. Me obligué a tener todos mis sentidos despiertos en el reducido espacio. Giré suavemente la cabeza hacia Jodie, que cruzaba los brazos sobre el pecho.
-¿Estás asustada? -hice la pregunta en alto, antes de darme cuenta de que había escapado de mis labios. Torcí el gesto, inquieta. La chica a mi lado parecía algo confundida. Finalmente se encogió de hombros.
-Creo que aunque te diga que lo estoy, todos nosotros tenemos algo en común más obvio que estar asustados.
No entendí muy bien su reflexión. Enarqué una ceja, interrogante, instándola a que continuara.
-Lo que tenemos en común es que la mayoría de nosotros tenemos algo por lo que volver -clavó su mirada en la mía-. No me importa el miedo si tengo eso -desvió la vista al frente-. Porque eso es lo que me hará sobrevivir allí.
En aquel momento fui consciente de que yo también deseaba volver a casa.
ESTÁS LEYENDO
El Primogénito
Teen FictionEn un mundo distópico donde Estados Unidos ha entrado en una destructiva guerra, los ciudadanos no tienen más remedio que luchar para sobrevivir. Por ello, a la edad de diecisiete años, los hijos primogénitos de las familias de cada condado deben al...