La casa de su jefe estaba a las afueras de la ciudad, en las montañas. Poseía grandes terrenos de olivares y lo que supuse, la droga que César comercializaba.
Entramos en coche por un camino rodeado de árboles que parecían listos a darnos la bienvenida. Al final del camino, una mansión de paredes blancas y techos rojizos. Deslumbraba la vista.
-¿Qué te parece?
-Parece que tiene dinero. Esto no puede ser sólo marihuana.
-Oh, no es sólo eso en absoluto.
-¿Cómo llegaste a meterte en esto?
-Shh, nada de preguntas ahora. Los árboles tienen oídos.
Miré por la ventana. Parecían árboles corrientes, meciéndose tranquilos con la suave brisa. Pero aquellos no eran terrenos corrientes, no eran vidas corrientes, así que supuse que los mismos árboles no deberían ser normales tampoco.
Aparcamos junto a la finca. No muy lejos, otro par de coches descansaban bajo el sol, que claramente pertenecían a gente más adinerada que nosotros. Un guarda nos recibió y nos llevó adentro.
Nunca había visto tanta belleza.
Suelos de mármol en los que me podía reflejar y techos tan altos que se podrían confundir con el cielo. Estatuas griegas observaban desde las esquinas, con ojos vacíos y cuerpos eternamente perfectos. La amplitud de la entrada me mareó y entrar al despacho donde nos esperaban me trajo de nuevo a tierra. Parecía un edificio completamente distinto. Suelos de madera y estanterías llenas de libros. Una sala pequeña y acogedora, por cuya ventana se veían establos en la lejanía.
Tras el escritorio había un hombre sentado fumando un puro. Los años dejaron su efecto en él. Arrugas surcaban su rostro y tímidas canas crecían de su engominado cabello. Llevaba traje y tenía los ojos cerrados mientras absorbía el grueso humo. De alguna manera, me pareció atractivo. Todo en aquel lugar tenía una belleza incomparable, algo que no podría ni imaginar.
Junto a él se apoyaba en la mesa una muchacha joven, que tendría la edad de César. Su cabello rubio caía hasta su cintura y llevaba un vestido rojo, que acentuaba su piel translúcida. Jugaba con sus uñas largas, pintadas de negro.
Delante del escritorio, dos hombres esperaban sentados. Uno llevaba traje, y el otro, un polo deportivo, pantalones cortos y sandalias. Podrían tener unos treinta años. El hombre trajeado fumaba un cigarrillo y miraba su reloj de muñeca, que parecía caro. El menos formal mascaba chicle y jugueteaba con un cubo de rubik.
-Buenas señores -dijo César al entrar. El hombre del polo se giró y al verlo nos dio la más grande sonrisa. Se levantó de un salto y vino a abrazarle. De hecho todos parecían conocerse muy bien, y yo era la única que sobresalía con mis vaqueros viejos y mi camiseta desteñida.
-¡César qué alegría verte! Te estábamos esperando - el hombre le dio dos besos en las mejillas y volvió a sentarse.
-Oh, esta es Anna, mi acompañante. Anna, él es Pedro.
-Encantado señorita.
-Él es Terence y este es mi jefe, Don León. Ah y ella es Virginia.
Virginia me miró de reojo. No parecí gustarles demasiado. Excepto Pedro ninguno mostró tanta efusividad o la mínima señal de respeto.
-Bien pues -comenzó Terence- vayamos a lo que importa.
Éste llevaba un maletín en el que pude observar muchos documentos y lo que parecía una pistola bajo todos ellos. Tragué saliva. Él no parecía menos nervioso que yo. Una pequeña gota de sudor caía por su frente y sus dedos temblaban. Mientras, Don León parecía el más impasible de todos, con sus ojos entreabiertos rodeados de humo.
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Bad guy
Teen Fiction"César llegó, y con él, la tormenta. Estar con él era caer de lleno en el ojo del huracán y saber que en cualquier momento puedes perderte en el viento". Anna vive una vida monótona en su ciudad de siempre. Una noche conoce a César en una fiesta, u...