La mujer del cuadro

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Del sueño caían mis párpados. Lento, lento. Derritiéndose al ritmo de la música cual pintura carmesí que deja caer de su cuadro la sangre del pintor.

Frente a mí, en la pared de mi cuarto, no había nada, había un cuadro, nunca estuvo aquí, pero ahí estaba. En él, de rojo, una mujer posaba sus brazos alrededor de mi cuello. De notable altura. De vestido simple. Sin rostro ni expresión, ni en ella ni en mi versión de la pintura. 

Una mujer rodeó mi cuello con sus brazos, tal como en la pintura que observaba. El cuadro parecía espejo. La realidad parecía pintura. Con un suave agarre de sus mangas, acurruqué mi rostro en uno de sus brazos para luego alzar la mirada y ver su rostro, atento, pero inexistente.

Frente a mí, en el cuadro de la pared, dos serpientes se encontraban, se movían, sin apartar la mirada de la otra. Es difícil determinar lo que hacían. Seducían o amenazaban. Se acercaban, muy atenta una de la otra, enroscándose entre sí, apretando tan firme que ambas fallecieron.

Del cuadro una mujer se arrastraba, luchando por salir, retorciéndose hasta caer junto al cuadro. Ahora se arrastraba velozmente hacia mí. Corrí, o pensé en hacerlo, pero ella logró arrinconarme. Caí al suelo y ella me abrazó vigorosamente, acariciando mi cabello, besando reiteradamente mi rostro, con mucha energía, la cual se fue mermando con los segundos hasta caer satisfecha y exhausta sobre mí. Detrás de mí, aquella mujer alta había vuelto a posar sus brazos alrededor de mi cuello. Ahora ambas derramaban su pintura. Inundaban mi cuerpo y lo envolvían de pintura. Ahora era parte del cuadro que nunca existió, que nunca existió en mi pared, en la pared que estaba frente mía, frente a los párpados que volvían a abrirse.

 Ahora era parte del cuadro que nunca existió, que nunca existió en mi pared, en la pared que estaba frente mía, frente a los párpados que volvían a abrirse

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