La batalla

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El sol, como cada mañana, salió de entre las hermosas cordilleras de mi tierra querida, esperando ser liberada de la Corona Española, esa que por tantos años nos apresó y arrebató todas nuestras riquezas, nos arrebató nuestra esencia; fue un amanecer bellísimo, tanto como para presagiar que hoy sería el día en el que, por fin, obtendríamos nuestra añorada independencia. Ese preciso instante en el que la luz de ese magnífico astro tocó mi añejada tes, le di gracias al Señor por una nueva oportunidad de estar vivo, y poderla empeñar en defender a mis compatriotas.

La noche anterior, el general Bolívar nos dio la orden de partir hacia Tunja, pues, según sus fuentes más confiables, los realistas planeaban reunir fuerzas con el virrey Sámano para contraatacar, y así, recuperar estas tierras y consagrarlas, nuevamente, al territorio español, -cosa que no permitiríamos-. Fue un largo camino, un trayecto difícil cuando lo que se pretende es conservar el factor sorpresa con una gran cantidad de hombres agotados por la constante lucha de permanecer con vida; durante todo el recorrido, pensé en mi esposa e hijos, que soñaban con una república libre, y con el retorno sano y salvo de su querido esposo y padre, pero, lamentablemente, presentía que mi fin llegaría muy pronto.

Cuando llegamos al Alto de San Lázaro, el general, ese hombre que tanto admiraba, nos pidió guardar silencio, pues, habíamos llegado al campamento enemigo, y como buenos soldados pueblerinos, aguardamos la orden de ataque. Luego de un par de minutos de gran expectativa, Bolívar retrocedió unos cuantos pasos en su poderoso corcel blanco, y nos dividió en dos numerosos pelotones, con el propósito de separar al ejército realista, y así, ganar la batalla; mientras escuchaba sus planes de guerra, me sumí en mis pensamientos, y reflexioné de su magnífica capacidad para crear estrategias realmente valiosas en cuestión de minutos, y me asombré de su increíble elocuencia; este hombre era simplemente espléndido. Cuando volví de mí, mi pelotón ya se marchaba, así que lo seguí colina abajo.

Al llegar al valle, eran aproximadamente las dos de la tarde, y denotamos, a lo lejos, que los soldados del ejército enemigo estaban reposando, con la guardia baja, y sin sospechar nuestra presencia. Comenzamos a caminar, tranquilamente, acercándonos más a aquellos hombres. Un grupo de mis compatriotas fueron los primeros en ser vistos e ignorados por los realistas, creyendo que sólo se trataba de un pequeño puñado de patriotas que podrían perseguir y derrotar fácilmente, sin embargo, poco tiempo después, apareció el resto de nuestro pelotón, que los hizo retroceder y pedir refuerzos desesperadamente; sus rostros de asombro y angustia nos confirmaron el hecho de que jamás esperaron nuestra venida. Antes de introducirme en la batalla, miré por un instante a mi general Bolívar, observándonos desde la cumbre del Alto de San Lázaro, y convenciéndome, una vez más, de que estaría dispuesto en ofrecer mi vida en sacrificio por este ideal de una patria libre del dominio español.

Sin pensarlo más, me lancé al ataque. Mi única compañía era mi viejo machete, y las almas de mis demás compañeros que se encontraban luchando junto a mí. Los realistas dieron una feroz pelea, sin embargo, al estar divididos por nuestros pelotones, no tenían estrategia alguna más que tratar de sobrevivir al enfrentamiento. En cierto instante, y sin previo aviso, uno de los hombres del ejército rival se abalanzó sobre mí, y logró penetrar su espada en el costado derecho de mi desgastado cuerpo. Grité. Grité como jamás lo había hecho en toda mi vida. El dolor era insoportable, sentía cómo mis órganos clamaban un golpe de gracia para acabar con este sufrimiento, sin embargo, este soldado sólo me dejó caer, me dejó abandonado en mitad de la pelea, a merced del destino, mientras me desangraba. Permanecí en el pasto un par de minutos, quizás fueron horas, no lo sé muy bien, no pensaba con claridad; lo único que podía venir a mi mente en ese momento era el recuerdo de mi familia, y el rostro de mi general ordenando ir al campo de batalla. Cada segundo que pasaba, sentía cómo mi vida se escapaba de mi ser, y, en mis últimos momentos de lucidez, pude escuchar a lo lejos, al comandante Bolívar gritar: "¡Se ha terminado la guerra, se logró la independencia de esta tierra!". En ese mismo lapso, sólo me quedó llorar, sabiendo que mi muerte no sería en vano, y que, a pesar de que yo no pude disfrutar de vivir en mi nación libre, mi esposa, hijos, y el resto de mis compatriotas sobrevivientes, sí lo harían...

Agosto 7 de 1819, Boyacá, Colombia.

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