Había anochecido hace relativamente poco. Hacía buena temperatura, agradable, con un viento fresco pero no frío, no de esos vientos que te hacen desear una chaqueta o un abrazo calentito.
Se veía venir, por las sombras de las nubes que se diferenciaban con algo de dificultad en aquel cielo tan oscuro. Eran nubes grises, se podía intuir, cargadas de rabia y liberación. Se olía venir, con ese típico olor a desastre, a fin del mundo, a naturaleza descargando toda su frustración contra nosotros.
Empezó como un suspiro, una primera gota que cae en tu frente descubierta, una primera gota que provoca un escalofrío en tu piel, que libera una fragancia maravillosa en el ambiente, que previene sobre lo que está por llegar.
Y de repente, sin que te des cuenta pero sin que te pille por sorpresa empieza a llover. No es una de esas lluvias suaves, leves, que te acarician la piel, humedeciendo pero sin llegar a mojar. No.
Es una de esas lluvias fuertes, aunque no dolorosas, intensas, potentes, dignas del mejor capítulo de una serie de amor o terror, preludio de algo malo o bueno en las mejores películas de acción.
Te mojas sin darte cuenta pero siendo plenamente consciente de ello. Tu pelo se riza, empapado, como si acabara de salir de la ducha. Tu ropa se pega a tu cuerpo, inevitablemente, haciendo de tu ser una de las mejores esculturas que los antiguos griegos jamás soñaron con esculpir. Tu mente se libera, da paso a la imaginación, da paso a las millones de posibilidades de historias de amor, a esas escenas dignas de una superheroína, a encuentros furtivos que nunca ocurrirán, a escenas de miedo que nadie quiere que pasen.
Y sin quererlo disfrutas. Da igual que tus calcetines suenen, encharcados, da igual que tu teléfono móvil vaya a pasar a mejor vida, en tu interior o puede que en tu exterior, lo disfrutas.
Disfrutas de sentir cómo la naturaleza descarga todo aquello que llevaba aguantando demasiado tiempo con furia contra todo lo que te rodea. La envidias, quieres hacer lo mismo... pero no eres un conjunto de nubes ni te has planteado una escena melodramática.
Te gustaría parar, cerrar los ojos, mirar al cielo, disfrutar de cada gota que impregna tu cara, quitarte la capucha y dejar de fingir lo preocupada que estés porque se te moje la cabeza. Quieres sentir, quieres, oler, quieres vivir ese momento en un claro, sin edificios, ni árboles, ni terrazas... sólo tú contra la lluvia. ¿Contra? No, contra no, queriendo abrazarla, unirte a ella, ser una más, expresarte de manera igual.
Y de repente... un destello de luz, un relámpago. Al rato, un sonido abrumador, un trueno. El cielo se está liberando, está soltando todo lo que tiene, todo lo que ya no puede retener, está siendo libre y tu eres una privilegiada por ser partícipe de ello.
El olor se intensifica, pero la reacción de tu cuerpo es la que acapara toda tu atención. Sientes la vibración del relámpago, te sientes sola cuando este se acaba, desnuda, como si te hubieran arrebatado parte de tí.
Sonríes. No te ocultas, sonríes de oreja a oreja, disfrutando del momento. Te embelesas con la imagen de una calle desierta, de gente corriendo como si fuese el fin del mundo, de un cielo rompiéndose en pedazos.
Cierras los ojos y te atreves a salir a pleno desgarro del firmamento. Miras hacia arriba, te empapas de la libertad de la lluvia, de su frescor, de su rabia. Esperas el próximo trueno, absorbes su luz, absorbes el grito desgarrador que emana a lo lejos, lo haces tuyo.
Conectas.
Eres uno con la tormenta, te sientes tan liberada como las nubes al descargar todo ese diluvio. Tu grito es el grito del cielo, os libera de forma similar, arranca de tu ser aquello de lo que tanto necesitabas despojarte, te proporciona rabia y calma a partes iguales. Y te sientes libre.
Libre entre la ropa mojada, libre entre un mundo caótico que no sabe disfrutar las tormentas. Y te enamoras. Te enamoras de la lluvia, de los relámpagos, miras a lo lejos a la espera de poder ver el siguiente, de sentirlo en tu piel, de que te saque esa sonrisa tan característica. Te enamoras de ti misma, tan real, tan natural, tan libre. Respiras, aprovechando cada molécula de ese olor tan maravilloso, extiendes las palmas para notar cómo la lluvia te acaricia las manos, cierras los ojos para no perderte ni un sólo segundo de primavera... desapareces y te conviertes en tormenta.