Cuadro II

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Casa de YERMA. Atardece. JUAN está sentado. Las dos CUÑADAS de pie.


JUAN.-  ¿Dices que salió hace poco? 
(La HERMANA mayor contesta con la cabeza.)
  Debe de estar en la fuente. Pero ya sabéis que no me gusta que salga sola.  (Pausa.)  Puedes poner la mesa.

(Sale la HERMANA menor.)
 
Bien ganado tengo el pan que como.  (A su HERMANA.)  Ayer pasé un día duro. Estuve podando los manzanos y a la caída de la tarde me puse a pensar para qué pondría yo tanta ilusión en la faena si no puedo llevarme una manzana a la boca. Estoy harto.  (Se pasa la mano por la cara. Pausa.)  Ésa no viene... Una de vosotras debía salir con ella, porque para eso estáis aquí comiendo en mi mantel y bebiendo mi vino. Mi vida está en el campo, pero mi honra está aquí. Y mi honra es también la vuestra. 
(La HERMANA inclina la cabeza.)
  No lo tomes a mal. 
(Entra YERMA con dos cántaros. Queda parada en la puerta.)
  ¿Vienes de la fuente?

YERMA.-  Para tener agua fresca en la comida. 
(Sale la otra HERMANA.)
  ¿Cómo están las tierras?

JUAN.-  Ayer estuve podando los árboles.

(YERMA deja los cántaros. Pausa.)


YERMA.-  ¿Te quedarás?

JUAN.-  He de cuidar el ganado. Tú sabes que esto es casa del dueño.

YERMA.-  Lo sé muy bien. No lo repitas.

JUAN.-  Cada hombre tiene su vida.

YERMA.-  Y cada mujer la suya. No te pido yo que te quedes. Aquí tengo todo lo que necesito. Tus hermanas me guardan bien. Pan tierno y requesón y cordero asado como yo aquí, y pasto lleno de rocío tus ganados en el monte. Creo que puedes vivir en paz.

JUAN.-  Para vivir en paz se necesita estar tranquilo.

YERMA.-  ¿Y tú no estás?

JUAN.-  No estoy.

YERMA.-  Desvía la intención.

JUAN.-  ¿Es que no conoces mi modo de ser? Las ovejas en el redil y las mujeres en su casa. Tú sales demasiado. ¿No me has oído decir esto siempre?

YERMA.-  Justo. Las mujeres, dentro de sus casas. Cuando las casas no son tumbas. Cuando las sillas se rompen y las sábanas de hilo se gastan con el uso. Pero aquí, no. Cada noche, cuando me acuesto, encuentro mi cama más nueva, más reluciente, como si estuviera recién traída de la ciudad.

JUAN.-  Tú misma reconoces que tengo razón al quejarme. ¡Que tengo motivos para estar alerta!

YERMA.-  Alerta, ¿de qué? En nada te ofendo. Vivo sumisa a ti, y lo que sufro lo guardo pegado a mis carnes. Y cada día que pase será peor. Vamos a callarnos. Yo sabré llevar mi cruz como mejor pueda, pero no me preguntes nada. Si pudiera de pronto volverme vieja y tuviera la boca como una flor machacada, te podría sonreír y conllevar la vida contigo. Ahora, ahora déjame con mis clavos.

JUAN.-  Hablas de una manera que yo no te entiendo. No te privo de nada. Mando a los pueblos vecinos por las cosas que te gustan. Yo tengo mis defectos, pero quiero tener paz y sosiego contigo. Quiero dormir fuera y pensar que tú duermes también.

YERMA.-  Pero yo no duermo, yo no puedo dormir.

JUAN.-  ¿Es que te falta algo? Dime. ¡Contesta!

YERMA.-   (Con intención y mirando fijamente al marido.) Sí, me falta.

(Pausa.)


JUAN.-  Siempre lo mismo. Hace ya más de cinco años. Yo casi lo estoy olvidando.

YERMA.-  Pero yo no soy tú. Los hombres tienen otra vida: los ganados, los árboles, las conversaciones, y las mujeres no tenemos más que esta de la cría y el cuido de la cría.
JUAN.-  Todo el mundo no es igual. ¿Por qué no te traes un hijo de tu hermano? Yo no me opongo.

YERMA.-  No quiero cuidar hijos de otros. Me figuro que se me van a helar los brazos de tenerlos.

JUAN.-  Con este achaque vives alocada, sin pensar en lo que debías, y te empeñas en meter la cabeza por una roca.

YERMA.-  Roca que es una infamia que sea roca, porque debía ser un canasto de flores y agua dulce.

JUAN.-  Estando a tu lado no se siente más que inquietud, desasosiego. En último caso debes resignarte.

YERMA.-  Yo he venido a estas cuatro paredes para no resignarme. Cuando tenga la cabeza atada con un pañuelo para que no se me abra la boca, y las manos bien amarradas dentro del ataúd, en esa hora me habré resignado.

JUAN.-  Entonces, ¿qué quieres hacer?

YERMA.-  Quiero beber agua y no hay vaso ni agua, quiero subir al monte y no tengo pies, quiero bordar mis enaguas y no encuentro los hilos.

JUAN.-  Lo que pasa es que no eres una mujer verdadera y buscas la ruina de un hombre sin voluntad.

YERMA.-  Yo no sé quién soy. Déjame andar y desahogarme. En nada te he faltado.
JUAN.-  No me gusta que la gente me señale. Por eso quiero ver cerrada esa puerta y cada persona en su casa.

(Sale la HERMANA 1.ª lentamente y se acerca a una alacena.)


YERMA.-  Hablar con la gente no es pecado.

JUAN.-  Pero puede parecerlo.

(Sale la otra HERMANA y se dirige a los cántaros, en los cuales llena una jarra.)


JUAN.-   (Bajando la voz.) Yo no tengo fuerzas para estas cosas. Cuando te den conversación cierra la boca y piensa que eres una mujer casada.

YERMA.-   (Con asombro.) ¡Casada!

JUAN.-  Y que las familias tienen honra y la honra es una carga que se lleva entre todos. 
(Sale la HERMANA con la jarra, lentamente.)
  Pero que está oscura y débil en los mismos caños de la sangre. 
(Sale la otra HERMANA con una fuente de modo casi procesional. Pausa.)
  Perdóname.

(YERMA mira a su marido, éste levanta la cabeza y se tropieza con la mirada.)
 
Aunque me miras de un modo que no debía decirte «Perdóname», sino obligarte, encerrarte, porque para eso soy el marido.

(Aparecen las dos HERMANAS en la puerta.)


YERMA.-  Te ruego que no hables. Deja quieta la cuestión.

(Pausa.)


JUAN.-  Vamos a comer. 
(Entran las HERMANAS.)
  ¿Me has oído?

YERMA.-   (Dulce.) Come tú con tus hermanas. Yo no tengo hambre todavía.

JUAN.-  Lo que quieras.  (Entra.)
YERMA
(Como soñando.)
¡Ay, qué prado de pena!
¡Ay, qué puerta cerrada a la hermosura!,
que pido un hijo que sufrir, y el aire
me ofrece dalias de dormida luna.
Estos dos manantiales que yo tengo
de leche tibia son en la espesura
de mi carne dos pulsos de caballo
que hacen latir la rama de mi angustia.
¡Ay, pechos ciegos bajo mi vestido!
¡Ay, palomas sin ojos ni blancura!
¡Ay, qué dolor de sangre prisionera
me está clavando avispas en la nuca!
Pero tú has de venir, amor, mi niño,
porque el agua da sal, la tierra fruta,
y nuestro vientre guarda tiernos hijos,
como la nube lleva dulce lluvia.
(Mira hacia la puerta.)
¡María! ¿Por qué pasas tan de prisa por mi puerta?

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