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El vagón estaba tan lleno, que nadie podía percatarse de la escena que estaban montando aquellos dos. Contra una de las paredes del tren, Sorrento se encontraba mordiendo sus propios labios con fuerza y cubriéndolos con una de sus manos. Sus mejillas estaban tan rojas como la sangre. Se sentía tan avergonzado, tan expuesto, tan vulnerable…

Las falanges de Kanon se introducían sin descanso en el cuerpo del menor de ambos. Con las ropas puestas y con dificultad, aquellos dos dedos se paseaban por el interior del peli lila, recorriendo aquellas paredes con insistencia y sin delicadeza alguna. Con una brusquedad excesivamente placentera. Le estaba manoseando sin piedad, abusando de él delante de toda esa gente sin que nadie se diese cuenta. Una situación extremadamente morbosa para el sádico de kanon mientras para Sorrento era una horrible tortura que ansiaba que cesase, que terminase. El placer era terrible, enorme. Pero ni le había dado permiso, ni se sentía cómodo sintiendo aquellas oleadas de placer tan intensas, esos espasmos y los temblores en sus piernas, con todas esas personas pegadas a él. Sudando, indefenso a los ataques de Kanon. Si se movía demasiado o se quejaba, todas esas personas le verían en esa situación. Con una erección entre las piernas, con sus mejillas rojas y sus ojos llorosos de placer, con una mano enterrada en la parte trasera de sus pantalones. Su orgullo, su dignidad, por los suelos.

Se estremeció de pies a cabeza cuando un tercer dedo se adentró sin piedad en ese estrecho hueco. Aquellas paredes oprimían los dígitos del Griego buscando aplastarlos, sacarlos de allí quizá. Pero el vaivén con el que entraban y salían, no iba a cesar. Kanon parecía ajeno a él, siquiera le miraba ni le rozaba con otra parte de su cuerpo, solo arremetía vehementemente con aquellos dedos contra su zona erógena, con tal fuerza que conseguía que sus caderas chocasen contra la estructura del vagón.

Miró cuántas paradas quedaban hasta su destino… solo tres. Empezó a creer que no terminaría antes de concluir el trayecto y que tendría que irse con ese visible bulto entre sus piernas hasta su trabajo.

Empezó a acompañar el movimiento de Kanon con un suave vaivén de sus caderas al compás. Se había rendido completamente a ese hombre, perdido toda su dignidad solo por un poco de placer que había llegado a ansiar. Estaba perdiendo la poca cordura que le quedaba. Cuarenta grados sentía hacer dentro de ese cubículo, cuando ciertamente, incluso hacía algo de frío.

Un par de niños de unos diez años se posaron a su lado. Se sintió tan sucio… tanto. Suerte que, al menos, esos dos infantes ni cuenta se dieron de dónde tenía los dedos su acompañante y qué hacía con ellos. Ni de la descontrolada respiración del peli lila, ni de su cuerpo sudoroso, ni de sus piernas tambaleándose por tan intenso placer que no cesaba.

Se mordió los dedos cuando las sensaciones previas al orgasmo le atacaron. No era suficiente con su mano para acallar los gemidos. Él lo sabía, alguien debía haberle oído porque estaba siendo ruidoso… demasiado ruidoso. «Mátame…»se dijo. Una parada más y tendría que abandonar el vagón, hubiese acabado o no. Y Kanon, a sabiendas de eso, aumentó el ritmo.

Aquellas paredes se contraían y se dilataban a medida que esas largas falanges se paseaban por sus entrañas, acariciaban su próstata y todo su interior buscando puntos extremadamente placenteros para el menor; que le hiciesen temblar de pies a cabeza.

El tren se paró, y justo en ese momento, Kanon dio un golpe más fuerte con sus dedos contra ese punto que tanto placer le ocasionaba, casi taladrándole las entrañas de lo brusco que fue. Pero a Sorrento no le dio tiempo ni a quejarse; cuando quiso darse cuenta su miembro estaba derramando toda su carga de esperma. Sucio… muy sucio. Pero caliente. Estaba demasiado caliente.

Killing You Donde viven las historias. Descúbrelo ahora