Capítulo 1: Desde el infierno

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15 de enero de 1504

Montañana, Huesca

Cuando Juan del Arroyo distinguió su casa a lo lejos, se rodeó con los brazos y murmuró un padrenuestro. Nunca había sido muy sentimental, todo lo contrario, así que no se abrazaba por eso. Tampoco se sentía desamparado. Se abrazaba porque la guerra le había enseñado a cuidarse del hambre y del frío, y en aquel preciso instante se le calaban hasta los huesos.

Apenas había amanecido y el débil sol de invierno era incapaz de derretir la escarcha del alba, que parecía habérsele metido dentro igual que cubría la hierba afuera, volviéndola crujiente. Era el frío de su tierra, con sabor a montaña.

Había cosas más importantes que la patria, pero pocas más agradables que volver a casa.

Observó fijamente el lugar al que llamaba hogar. Desde el traqueteante carro podía observar la pequeña construcción, una casa de dos plantas con un pequeño terreno, establo y cuadra. Tras ella, en la ladera de la colina, la aldea y la torre de la iglesia se recortaban contra el cielo azul oscuro, casi gris.

—Yo me bajo aquí —le dijo al vinatero que conducía la carreta, agarrando su petate raído y dejándose caer estruendosamente al suelo. Apenas atinó a mantenerse en pie. Los dientes le castañeteaban y las rodillas casi no le respondían. Se notaba entumecidas las articulaciones.

—Pero no tenga prisa, hombre, que enseguida estamos...

—Vivo ahí —indicó ansiosamente.

—Ah, bueno, bueno. Entonces hasta aquí hemos llegado.

El vinatero se le quedó mirando, aunque Juan no pudo distinguir bien su expresión; tenía la vista borrosa. Como parecía esperar algo, le puso una moneda en la mano y luego echó a andar casi dando tumbos hacia aquella fachada que tan bien conocía.

—¡Vaya con Dios! —le gritó el vinatero a lo lejos. Apenas pudo responder alzando un brazo, más harto que agradecido.

Su corazón latía apresuradamente a medida que la pequeña vivienda se agrandaba ante su vista. Trataba de imaginar cómo sería todo, su llegada, el reencuentro... pero tenía la imaginación torpe y desordenada, igual que sus brazos y sus piernas. Solo alcanzó a figurarse el abrazo de su esposa, un olor familiar a romero, la sombra fresca del interior y el crepitar de un fuego que ya ni siquiera recordaba. «No tenga prisa», había dicho el vinatero. ¿Como no tenerla cuando el alma vuelve al hogar desde el infierno?

«El infierno..».

El recuerdo de unos ojos malditos y centelleantes le asaltó, provocándole un nudo helado en el pecho. La impresión le hizo detenerse en seco ante la puerta, repentinamente indeciso, como si acabara de despertar de un sueño. Se quedó mirando el muro de piedra. Observó la techumbre y la hoja de madera oscura con bisagras de hierro, bien incrustada en el marco. Se alegró de haber fabricado una buena puerta antes de marcharse.

«Mi casa —pensó—. Mi hogar». ¿Seguía siendo su hogar? ¿Había hecho bien en volver? Ya no era el mismo, se sentía diferente, quebrado por dentro. Algo se le había roto allá en Nápoles y los fragmentos, con el tiempo y las batallas, se habían desgastado, quedando romos. Ahora no podría recomponerlos ni aunque quisiera: ya no encajaban.

Por un instante tuvo miedo. ¿Se darían cuenta los demás de que ya no era el Juan que se había marchado años atrás? Entonces la puerta se abrió y una figura de cabellos oscuros se paró ante él, hermosa y asombrada, algo más envejecida pero igual de bella.

El silencio se hizo tan largo como un río. El murmullo de los escasos pájaros invernales y el picoteo de las gallinas en el patio se encargaron de llenarlo hasta que al fin, hablaron a la vez.

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