21 de enero
Habían enterrado a Beltrán en una zanja ya abierta a los pies de un enebro. Hallaron el lugar a última hora de la tarde, de manera casi providencial, tras pasar todo el día buscando qué hacer con el pesado cuerpo. Por mucho que evitaran los caminos, la sensación de que mil ojos les observaban perseguía a Juan.
—Aquí está bien, ya no hay nadie —repetía Martín cada cien pasos.
—Aún estamos muy cerca —respondía siempre él.
Finalmente, cuando Martín se hartó de las excusas de su amigo, le dio un ultimátum.
—Ya basta, nunca te va a parecer lo bastante lejos, ¿no es así? —le reprochó—. Entraremos al bosque y lo dejaremos por ahí.
—¿Cómo que dejarlo por ahí? —Juan no daba crédito—. Por el amor de Dios, Martín, ¿y si se levanta? Hay que quemarlo. Quemarlo, ¿me oyes?
—No podemos quemarlo, llamaremos demasiado la atención.
—Pues entonces lo enterramos.
—¿Con qué palas?
—Cavaremos con las manos aunque sea.
—¡Tardaremos días!
—Lo que se tarde.
No hizo falta llegar a esos extremos. Una vez dentro de la arboleda encontraron una tumba abierta bajo un árbol. A Martín le pareció una señal. A Juan también, pero de las malas. Por su mente solo pasaban imágenes funestas de hombres saliendo de la tierra, abandonando sus lugares de reposo para campar a sus anchas por el mundo junto al capitán pálido, creando un ejército de muertos vivientes que lo arrasaría todo.
—¿Quién habrá cavado esto aquí? —comentaba Martín mientras cubrían de tierra y nieve la improvisada mortaja de Beltrán Garcés—. ¿No te lo preguntas?
Juan no respondió. Prefería no hablar demasiado. En su opinión, lo mejor que podían hacer era una buena pira en la que incinerar al monstruo, pero Martín se negaba una y otra vez. Su amigo creía que Beltrán era un hombre normal y no un demonio, pero Juan tenía muy claro lo que había visto y no iba a discutir sobre ello. Y mucho menos con Martín.
«Al menos deberíamos partirle los brazos y las piernas», pensaba mientras empujaba montones de tierra y nieve sobre el cuerpo envuelto en trapos. «Así cuando se alce le costará más caminar».
Cuando terminaron era de noche. Juan hizo un pequeño fuego y se sentó a los pies del árbol para vigilar la tumba, espada en mano. Martín, resignado, hizo otro tanto junto a él.
—Que sepas que me voy a dormir —le advirtió.
—Descuida. Yo haré guardia.
Martín le había mirado largamente y luego suspiró, negando con la cabeza. A continuación apoyó esta sobre el hombro de Juan y se envolvió bien en su capa de lana. Por suerte, aquella noche el frío invernal daba una pequeña tregua y la hoguera era reconfortante, así que se durmió enseguida.
A lo largo de las horas, Juan vigiló la sepultura con insistencia obsesiva aunque de vez en cuando sus pensamientos se desviaban hacia su compañero. La capacidad que tenía Martín para dormir en cualquier situación le había maravillado desde siempre.
En la guerra, Martín había sido el soldado perfecto. Valiente, listo, honorable, leal... lo tenía todo. Y además, era un superviviente nato. Aquel sentido de la supervivencia se extendía a todas sus conductas con una naturalidad que sorprendía a Juan: su amigo comía cuando había que comer y dormía cuando había que dormir, como si su cuerpo siguiera sus órdenes sin más. Juan, en cambio, lo había pasado bastante peor. Dormía poco y mal, con sobresaltos y pesadillas, y durante los primeros días tenía un nudo en el estómago que no le dejaba comer. A diferencia de Martín, él no estaba hecho para la vida militar. Y sin embargo había pasado los últimos años en la guerra, combatiendo hasta que se forjó en la batalla, hasta que fue capaz de dormir cinco o seis horas a pesar de los malos sueños, hasta que no le importó comer con avidez cuando correspondía, incluso rodeado de sangre y muerte.
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Cazador
VampireEnero de 1504. Juan del Arroyo regresa a Montañana tras haber servido como soldado en las guerras de Nápoles. Agotado y traumatizado, ni siquiera la vuelta a casa le permite olvidar los horrores del campo de batalla, en especial ese rostro que le pe...