¿Destruir los cimientos de mis más nobles y benignos deseos? No podría, y de hacerlo, me convertiría esto en un ser indescriptiblemente infeliz.
Las tentaciones del mundo brillan a los ojos de cualquier mortal, tan bellas y atractivas como vacías e igualmente inútiles... No me entienda mal usted, que también soy de carne e irremediablemente sensible ante estos encantos. Pero cabe una enorme diferencia; y es que ahora soy consciente de que en ello no están plasmados los legítimos deseos de mi alma ni mucho menos de mi voluntad.
Pretendo desprenderme de las vestiduras externas y convencionales con las que se cubren las deformidades auténticas de nuestra inherente humanidad. Parece que el mundo entero hubiera designado todo el ímpetu de su ambición a una búsqueda exhaustiva, casi desesperada por satisfacer el ego y la vanidad; por alcanzar una apariencia perfecta o exhibir una vida envidiable, alimentando la codicia y el afán de alardear todo aquello para sentir que se imponen y se elevan ante todos los demás. Por estos ideales, que se aplauden y gratifican, aun siendo mucho menos que indignos de nuestra verdadera esencia y capacidad, parece que estas se adormecen y se extinguen entre lo ínfimo, lo estólido, superfluo e insustancial... Pero en mí, parecen haber despabilado, exaltadas y agitadas como quien acaba de despertar de una temible pesadilla y necesita levantarse, beber agua y frotarse los ojos para aclarar su vista y ser consciente nuevamente de la realidad. Y yo siento, lector, no haber estado más lúcida jamás.
Se ha ido forjando en mí el discernimiento de lo esencial, una imperiosa necesidad por nutrir los caudales de mi alma y por alcanzar sus más profundos anhelos; aquello que es para mí y solamente para mí un ideal. No quiero ser una mujer insulsa, fría y ambiciosa de lo mundano, aspiro que al iluminar los valles de mi conciencia, pueda yo con total clarividencia percibir y comprender los verdaderos designios de mi corazón; perseverar y alcanzar vastos fines, diferentes y lejanos de lo que se ha plasmado ya como como un arquetipo general, lograr un perfecto equilibrio entre las pasiones y la razón.
¡Oh este mundo! coincido con los moralistas que le llaman un valle de lágrimas, porque eso es; cuando el espíritu no encuentra en nada de lo que le rodea un consuelo que satisfaga su afán vivir. También simpatizo con los optimistas que le llaman un jardín de rosas, porque así deben percibirle aquellos que han nacido en su lado amable, observando y obteniendo de este solo lo mejor que tiene por ofrecer. Para mí, lector, que me considero regida por un realismo romántico, es una jungla; una llena de brillo, posibilidad, belleza y vida... Pero también de oscuridad, injusticias, peligro y muerte.
No niego que muchas veces anhelé la belleza absoluta del mundo. Anhelaba que mi vida no estuviera pavimentada por la pérdida o la desgracia y en cambio estuviera tapizada por preciosos lirios que florecieran al pasar, pero... ¿Quién sería yo entonces? Cuando el mundo te trata bien llegas a creer que lo mereces; así se alimenta la arrogancia y muy frecuentemente la mediocridad. Quién sería yo, sin haber conocido aquellos bosques rústicos y pardos, cubiertos de malezas, de hojas marchitas y ramas quebradizas que crujían retumbando fuerte en mis oídos, que se incrustaban y me herían cada vez al caminar; haciéndome consciente de cada uno de mis pasos, de cada fruto putrefacto que aplastaban mis pies, de cada pequeño y desprovisto diente de león que al tomarlo se deshacía entre mis dedos, en cuanto el viento inclemente comenzaba a bramar; anunciando cada una de las violentas tormentas que más tarde me envolvieran, entorpeciendo mi avance y dificultando mi andar. Qué sería de mi arte sin la melancolía, sin mi nostalgia o mi esperanzadora inocencia... Qué sería de mi alma; sin la idealista convicción de encontrar tras aquel inhóspito y tormentoso camino, el más hermoso valle y apacible manantial.
"La vida esconde dones en los lugares más oscuros", frase que se ha convertido para mí, casi en un dogma, que resuena en mi mente con más elocuencia que cualquier otra que yo haya podido escuchar jamás. Soy quien soy por mis abismos y es el dolor el que ha forjado mi carácter, mi benevolencia y mi verdad. Soy el resultado de mi esfuerzo y de mi fortaleza, porque sin reto alguno, sin las enseñanzas que me otorgó cada fracaso y cada pesar, cómo hubiese yo podido construir la grandeza en mi espíritu; abandonando el deseo de lo mezquino, cambiándolo por el anhelo sublime de alcanzar la genuina plenitud y libertad.
Yo no quiero un disfraz de gran señora, ni aspiro lucir como un ornamentado pavo real; no quiero el goce de un mundo que se me ofrece a cambio de sacrificar mis convicciones y subastar mi integridad. Placeres esporádicos con un precio excesivo, que terminan por pagarse incluso con la propia dignidad. El dinero hoy cuesta demasiado y se ha convertido para las mentes débiles y pequeñas en una perfecta analogía de la realización y la felicidad. Pero yo no estoy dispuesta a someterme, a ser una esclava a la que cubren de joyas, adormecida en el más ostentoso y complaciente harén, adornada por la irrisión en un pedestal de ignominia; cegada por el brillo de las hermosas gemas, para luego, estar implícitamente forzada a complacer el poderío y los caprichos de alguien más. No pienso ser tampoco esclava de mi cuerpo ni permitiré que se me haga sentir que mi valía absoluta recae en la apariencia y la carnalidad, no seré entretenimiento de almas burdas y vacías; yo aspiro ser completamente leal a mí misma, crear, indagar, descubrir, conocer, vivir y amar... Nutrir almas sabias y magnánimas de seres meritorios de lo que aquello representa, seres realmente conscientes de lo que significa la entereza y el valor del amar.