Cinco

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Lo había besado, y más que un impulso, fue un deseo profundo del que se abstuvo por años. 

Cuando juntó sus labios con los de Emilio, pudo ver estrellitas alrededor de ambos, sentir que los planetas colisionaron y que todo se volvió polvo estelar en cuestión de segundos. 

Los dos seguían actuando de la misma manera, con la pequeña excepción de que cada noche se encerraban en la habitación del menor para repetir aquella escena que los acercó más al otro. 

Joaquín disfrutaba de esos momentos, le encantaba sentir las mariposas volar en su pancita y el rápido movimiento de su corazón alegre por amar y ser amado. 

No eran novios, lo sabía, pero creía que no era necesario pedirlo; pensaba que si sus besos se sentían mágicos, que si sus caricias resultaban placenteras, que si sus miradas hablaban por ellos, no había necesidad de preguntar algo que ya se daba por hecho.  No importaba si era él o Emilio el que decidía ponerse de rodillas para colocarle una etiqueta a su relación porque, para Joaquin, ya danzaban sobre las nubes del amor.

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