Cap. 3 𖥸 (sensibilidad.)

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A Graham no le atraía específicamente la decisión de quedarse en casa. Supuso vagamente que sería un asunto momentáneo, una molestia pasajera; como la del que no se acostumbra a sus zapatos nuevos, por estar atado sentimentalmente a los viejos. En cierto momento, se sintió desconcertado porque esa incomodidad latente al pasar una tarde que debía ser tranquila en su casa, ya fuera en su sofá, en su cocina o en su cama, parecía no parar en su hogar, llegando a extrapolarse al resto de su vida cotidiana. ¿Sería que no podía sentirse cómodo en ningún lugar? ¿Sería él el del problema?

Ya le era conocida su sensibilidad aguda ante banalidades, que para algunos (que el creía, eran afortunados de estar en otro sintonía, una que él no poseía) podían pasar desapercibidos, pero que él encontraba ciertamente opresivos. El color de las paredes de su hogar lo hacía retroceder, rebotaba aquélla tonalidad contra las paredes de su cabeza y, en ocasiones, tanto que le causaba jaqueca. Una que conocía perfectamente, no era física, era de sentimiento.

La oficina no dejaba de ser tan exhaustiva como su departamento, ¿era el color de ese lugar el mismo del que estaban pintadas las paredes de su hogar? Porque podría haber jurado que era tan desafortunado, tan maltratado por su entorno; que no le sorprendería ni un poco que algún desgraciado de aquéllos le hubiera jugado una mala pasada como esa. Pero sería incluso soportable, si no fuera por la colectiva adversidad que formaba el ambiente laboral al que pertenecía. Y lo que más le sobrecogía, era el hecho de que ninguno de los mal aventurados compañeros que tenía parecía notarlo; lo hacían parecer un inconformista, un negativo e irremediable orate.

Afortunadamente, había un único e incomparable (aunque en apariencia incompatible con él, porque no podía evitar pensar en qué desgraciado era el poseedor de belleza como tal al inclinarse por alguien como él) ser de gracia celestial que hacía amena la sombría pena del día a día: Damon. No pretendía incomodarlo con peticiones de aerear y hacer de su relación algo público. Al fin y al cabo, la suciedad y excitación de una relación secreta le parecía increíblemente romántico. Algo de lo que no estaba seguro de ser mercedor, pero agradecía tener.

Como de costumbre, esperó a que Albarn entrara primero a las oficinas, así Graham se cercioraba de que el mal trago de asistir al trabajo sea ameno; como si su jefe se asegurara de que sea un lugar seguro para el más joven.

Ese día, en medio de la jornada, Damon salió de su oficina con ansiedad nerviosa, como alterado por algo que a Graham le causó tanta curiosidad como preocupación. Porque, de haber tenido algún inconveniente él habría de saberlo, así como era conocedor de otros de sus problemas. Y sabiendo que podía depositar toda confianza en su fiel secretario, Albarn se dirigió al instante hacia el escritorio del mozo.

— Coxon, temo que debo retirarme. Intentaré volver de inmediato. — a Graham le desbarajustó la formalidad profesional con la que su mayor se dirigió ante él, pero como si de un manotazo de realidad se tratara, recordó que era de suma importancia mantener las apariencias (vaya uno a saber quién habría estado husmeando en la situación) — Escucheme, he dejado unos papeles sobre mi mesa que tenía intención de traerle. Pero, como verá, estoy algo corto de tiempo. — explicó, soltando las llaves de la oficina sobre el escritorio del contrario. — Por favor, búsquelos y cierre al terminar.

Y así como llegó, se fue. Con rapidez intranquila. Sin articular saludo alguno.

Pero Graham apreció aquél gesto como la mayor muestra de confianza, porque se lo había pedido a él. Con visaje de relampagueante alegría, levantó las llaves del escritorio y atinó a adentrarse en la oficina. El lugar más privado que su jefe podría tener, y al que solo él tenía permiso de entrar. A lo mejor, el ojo del más experto en detalles de menor importancia hubiera notado el lugar como un recinto desordenado, incluso maltratado; pero a los ojos de un adulador como lo era el joven secretario, ese se le presentaba como el templo más sagrado, lugar que consideraba de exquisita belleza. Y no podía contener las ganas de mirar todo lo que le rodeaba cuando estaba ahí dentro, deseando que el tiempo se congelara, para así evitar tener que salir de aquél paraíso, para evitar tener que volver a la miserable realidad. Cada detalle era una obra a la que admirar, en este caso, un vaso decartable de café frío por el paso del tiempo.

Satyro;; ( gramon. )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora